Crónicas castizas
El hombre que no fue general
El nuevo mester de progresía le podía acusar de todos los mantras habituales con razón menos de racismo y xenofobia. No en vano, fue uno de los primeros guardias civiles que partieron en misiones internacionales por África y América
Era gallego, mucho; pausado un tanto y militar del todo. Con ese ADN de los conquistadores del Nuevo Mundo que le hubiera permitido ser un perfecto oficial en un imperio colonial. Era muy aficionado a las señoras de colores y un poco contrabandista, por lo que le dieron una beca en instituciones penitenciarias y algunas condecoraciones volaron de su pechera.
Se casó por primera vez en Zaragoza, donde los cadetes de la Academia Militar se emparejan con harta frecuencia con algunas jóvenes aragonesas. Después de aquello fue un no parar y nuestro hombre acumuló hijos e hijas propios, adoptados y mediopensionistas, blancos, negros y mulatos, españoles y lusos. Desde luego el nuevo mester de progresía le podía acusar de todos los mantras habituales con razón menos de racismo y xenofobia. No en vano, fue uno de los primeros guardias civiles que partieron en misiones internacionales por África y América.
Nuestro oficial también entrenó en España a nicaragüenses, que decían que no se arrodillarían más que para afinar la puntería, y evitó que los sandinistas y los de la Contra, pues vinieron de los dos bandos, siguieran su guerra en España picados por la cólera y el ron. También instruyó el entonces comandante, además, a militares angoleños que confundían a este periodista con el jefe de la unidad cuando a los postres de la comida encendía un puro que ellos inmediatamente llamaban «o cigarro da responsabilidade», con lo que quedaba claro de qué país caribeño y castrado habían llegado sus instructores en la larga y sangrienta guerra de Angola. Instructores más identificables por sus usos y costumbres que por los parches de sus uniformes verde oliva: quien fumaba habanos era el jefe.
Nuestro hombre, agobiado por las deudas inherentes a sus abundantes vástagos, pensó cómo abrir un negocio en Guinea Ecuatorial, país por el que sentía debilidad. Ni corto ni perezoso compró un contenedor que llenó de cerveza y lo mandó a Malabo junto con Trini, su mujer. El propio contenedor servía de local a esa cervecería de fortuna y la rubia cerveza, aún tibia, era popular y de fácil venta por su calidad.
Tal fue el éxito que algunas autoridades del Gobierno guineano se hicieron clientes del local contenedor, algo remisos y olvidadizos a la hora de pagar. Era fácil reconocer a los prebostes, pues siguiendo la costumbre del moderno Gobierno de Obiang, vestían cual de si de un frac se tratara, vistosos chándales de llamativos colores que evidenciaban su condición de ministros o gerifaltes, dejando los trajes para los diplomáticos occidentales y los hombres de negocios despistados que por allí recalaban.
Sus aventuras, muchas, y desventuras, más todavía, le han impedido ascender a general como ha hecho toda su promoción con unas vidas menos coloridas y también menos políticamente incorrectas.