Crónicas Castizas
La luz de la cima
El montañero me narra cómo se sostenía en una reducida repisa a la intemperie, barrida constantemente por avalanchas de hielo y de nieve
He conocido a mucha gente que entonces brilló y que ahora son auténticos desconocidos para la generación Zeta, esa que va con el móvil en ristre. Uno de ellos, de los desconocidos, es César Pérez de Tudela, aventurero, empresario, abogado, periodista y policía. Aunque a César le gusta definirse como rescatador, quizás ignora que es valiente. Se concibe como un hombre fuera de su época, un hombre de palabra que promete y cumple. Camina descalzo como los viejos peregrinos cuando hay que cumplir una promesa. Y eso que César tuvo los pies congelados. Se manifiesta fiel al compromiso y a las personas. Atado a su palabra como un caballero medieval. Le disgustan estos tiempos en que la palabra vale poco, aunque sí está contento de vivir en una sociedad tan avanzada en medios, pero le fastidia por la ausencia de los valores tradicionales, esos que agradan a los que saben qué quiere decir «en ristre». Una sociedad donde siempre es la hora de los mediocres, devotos seguidores de San Google.
César define la vida como un lujo de la existencia que debe tener un sentido. «Es necesario doctorarse pronto en la vida para alcanzar la madurez». Y me quedo con las ganas de pedirle que se explique. Me cuenta que tuvo suerte y cuando salía de la Facultad de Derecho opositó para el Cuerpo Superior de Policía. «Allí aprendí a saber algo más de la vida, que nunca hubiera podido aprender en escuela alguna». Cita a José Antonio Primo de Rivera: «La vida no merece la pena vivirse si no es para entregarla a un ideal». Cuando José Antonio es un insulto que utilizan los políticos en campaña, ¿tú vas a reivindicarle, César? Dice que por su talante poético, a los 33 años, había hecho bastante más que la mayor parte de los humanos. El viejo régimen al ensalzarlo como un ídolo perjudicó su carisma.
César respeta la vida: Hermano lobo, hermana ardilla, que decía San Francisco de Asís, con tantos adictos en PACMA. Abjura de la crueldad que el hombre ejerce en esta engreída sociedad antropomórfica. «Respeto al hermano oso, al ciervo que según León Felipe, es el favorito de la Creación, también a todas las especies pequeñas o grandes».
–Todo explorador necesita un ideal, una meta. ¿Cuál es el mito de César Pérez de Tudela?
–La luz de la cima, la reflexión honda. La perspectiva de la lejanía y la altitud, la experiencia irrepetible. Cuando estás casi muerto y ves más claro, cuando sientes la descarga de adrenalina por miedo, distingues mejor. Persigo el mito de la pasión por vivir. Quiero contagiar mis mitos a la sociedad: la nobleza, grandes aficiones, cimas, esfuerzo, dignidad, querer es poco, «llegar es desear apasionadamente», dice Ovidio. Ese es mi mito. He estado muerto o casi, claro, como una docena de veces. Soy uno de los alpinistas vivos que más montañas ha subido, se reivindica. Creo que allí solo hay luz. Algo de ella traigo.
–¿Alguna vez arrepentido has pensado en volver a la mesa de despacho?
–Sí, he tenido tentaciones. Recuerdo una vez que me encontraba explorando una montaña en Tierra de Fuego, el Monte Sarmiento. Estaba prácticamente muerto y me sostenía en una reducida repisa a la intemperie, barrida constantemente por avalanchas de hielo y de nieve. Me dolía la cara de soportar tanto el viento. [Su rostro está curtido como el cuero]. Sujetaba el cuerpo de mi amigo. Y en ese momento deseaba estar en mi cómodo despacho de Protección Civil, caliente. Pero fue una debilidad de la que me recuperé enseguida. Soy bastante congruente conmigo mismo y en particular con mi vida. Dediqué varios años a la Protección Civil. Ayudé a Federico Gayo a su fundación.
Dice César que sus grandes momentos son muy diversos: Cuando termino una conferencia y noto que he interesado. Cuando estoy comunicando mis experiencias. Por la radio. O escribiendo. Frente a la chimenea de mi casa. Cuando veo cómo se mueven los árboles impulsados por el viento. Siempre que salgo al aire desde la cima de una montaña, colgado de mi parapente, siento una enorme plenitud que creo que no es dulce, sobre todo si la vela recibe las sacudidas del viento, al solucionar un paso de escalada comprometido y siento que todavía puedo. Cuando he ayudado con eficacia a alguien. Cuando consigo superar la natural incomprensión de la sociedad. Cuando venzo contra la injusticia.
Estoy muy agradecido a la vida. Y al Dios de los cristianos por mantenerme en ella
¿Qué sientes en una cumbre cuando has llegado donde pocos lo han hecho antes? La cima es lo más alto. Desde esa atalaya tengo los mejores sentimientos para los demás. Incluidos los enemigos que ya no tengo. Ventajas de la edad, una perspectiva clara que encuentra soluciones a las desavenencias y problemas. Quien quiera superar situaciones difíciles debe llegar a la cima. Cuando era más ignorante, la cima para mí era un récord deportivo. Me preocupaba escalar con agilidad. Que me considerasen entre los buenos escaladores. Luego busqué en la cima saber quién era yo, el misterio que llevamos dentro. Conocer mi fuerza. La luz de la cima es la cima de la vida. Decía Goethe al morir: «luz, más luz». Goethe fue un gran poeta que llevó la adolescencia hasta la ancianidad. He leído a través de Ortega su afán constante por ser él mismo. Su búsqueda de la luz de la cima.
Los hombres se juntan por interés o por camaradería de aventureros. El mundo de las materialidades y el ámbito del alma son diferentes. La vida es una aventura, dice Ortega. Busco a personas que completen mis escasas facultades. Siempre he admirado la obra del hombre solo. Cervantes escribió solo El Quijote, en difíciles momentos, sin medios y sin comodidad alguna. Los alpinistas estamos solos muchas veces.
Cesarfobia
¿Mides tu éxito por tus enemigos? No sé si alguna vez he triunfado. Por el número exagerado de enemigos que he llegado a tener, creo que sí. Totalmente desproporcionado para mis escasos méritos. Surgieron furibundos detractores, cronistas con saña que no me conocían, envidiosos de mis esfuerzos. Y la gente que quiere tu éxito, pero no desea tus peligros ni sinsabores. Fui proscrito en medios como Televisión Española y Radio Nacional de España durante los años 70. Soy un deportista romántico, me especialicé en rescates. Y sin embargo, desaté iras. Titulares de portada, ruedas de prensa tumultuarias.
Le pregunto si quedan mundos por descubrir. Y me dice: hace más de 40 años mirábamos en los mapas y se veían espacios en blanco en el Mato Grosso del Amazonas, en el Sáhara Central cerca de Tibesti. También en la isla de Nueva Guinea. O en la Antártida. He estado varias veces en esos sitios. Y sigo teniendo deseos de volver a todos. Siempre hay una región poco conocida o interesante para ir a verla y contarlo. Ahora somos exploradores de divulgación. La sociedad necesita del misterio. Yo, por ejemplo, soy un defensor del Yeti. Al que vi una vez en Gandaki. Una noche bajando del Annapurna. Cada vez se recorren más los paisajes perdidos de la Tierra. Escalando el Mercedario, una sima de 6800 metros en los Andes de San Juan, vi una pirca india, una construcción a semejante altura hecha hace varios siglos por gente sin abrigos. Nosotros, para subir, llevábamos botas especiales y prendas de gore-tex.
Caminar cantando con tus semejantes
¿Qué supuso para ti el Frente de Juventudes? Una experiencia inolvidable. Alguna vez alguien escribirá lo que fue el frente de Juventudes. No entiendo cómo no lo ha hecho Umbral. O el mismo Camilo José Cela. Parece que se hubieran puesto de acuerdo para silenciarlo. Ahora resulta que nadie estuvo allí, donde había millones de jóvenes. Fue experiencia de gallardía y dignidad. Aprendí a caminar junto a otros, ayudar a mis semejantes y valorar la canción. Los hijos de los vencedores y los hijos de los perdedores allí eran iguales. Había mucha dignidad. La verdad, otros con más motivos que yo, deberían haberlo reivindicado. Aunque fuera por congruencia con su propia vida. Prefieren silenciarlo para no contrastar opiniones.
Hace tiempo me regalaron una casete. Muchas canciones interpretadas sin orquesta. Se reunió un grupo del Frente de Juventudes y recordando sus canciones las entonaban bajo la batuta del director. Es digno de oírse. Se nota una vitalidad, un orden en la canción, un entusiasmo. Y eso que tendríamos edades próximas a los 70 años. ¿Qué promoción se reúne y deja patente ese talante y ese espíritu? Así fue el Frente de Juventudes, una escuela de vida que ayudó a millones de jóvenes a superar aquellos difíciles años de la posguerra. Algún día escribiré algo de aquellos recuerdos del Frente de Juventudes, donde arropados por la Falange, estaban socialistas de Ledesma, tradicionalistas de Carlos Hugo, y comunistas del Padre Llanos. Ahora se sabe poco, hasta en las universidades. Se tiene el miedo al qué dirán, hay poco rigor.
Con la juventud tengo una relación muy estrecha por mis actividades: escalada, esquí, parapente. Salgo a la montaña con jóvenes. Efectivamente, la juventud ahora es muy cómoda. No hay grandes ideales, cuando hay tantas facilidades para hacer cualquier cosa se debilita todo. Me paso la vida vendiendo sueños, ilusionando a la juventud, abriendo vocaciones, rescatando a perdidos. Siempre sin coste alguno.
En el Frente de Juventudes aprendí a caminar junto a otros, ayudar a mis semejantes y valorar la canción
–¿Y las mujeres?
–Hoy la mujer es una experta viajera y aventurera. Hace unos meses subió una gallega al Everest, acompañada de una sherpa, sin oxígeno. Hay mujeres en todas las dimensiones de la vida, duras, fuertes, voluntariosas, inteligentes. Por desgracia, fui uno de los primeros que incluí a mi mujer, Elena, en una peligrosa expedición en las montañas del Hindú Kush, en Pakistán, hace 30 años. Recibí, cuando su trágica muerte, una brutal sañuda e inexplicable campaña de difamación. Fue muy duro. Lo superé con el espíritu de lucha que se plantea en una escalada. Me hice un especialista en la soledad que tanto enseña. Quisieron silenciarme de forma soviética, boicoteaban mis conferencias, mis libros. Coaccionando a las editoriales. Fue una lucha innoble de uno contra muchos que curiosamente no perdí, todos perdimos, la consigna era silenciarme, desprestigiarme. Cuando se tiene éxito hay que pedir perdón.
De niño tuve una formación destinada al arte, al dibujo y a la pintura antigua. En constantes visitas a museos para distinguir escuelas, muebles, cerámicas, antigüedades. Mi padre, que era un caballero, insistía en que para afrontar la vida había que prepararse concienzudamente. Recibimos los tres hermanos una educación prócer que naturalmente no incluía la lengua inglesa. Mientras vivió quiso apartarme de escaladas y montañas. Mi padre murió cuando yo empezaba la carrera de Derecho en la Universidad Complutense, que entonces se llamaba Central. Tomé el mando de mi vida. Y desde entonces no he rechazado ninguna oportunidad para ejercitar la experiencia de la vida. Y me eduqué en la escuela del valor. César, me dice: Los que tendemos a la poesía nunca seremos mayores. Mantendremos como juguete la juventud permanente.
En mi vida me han impresionado los asturianos de los Picos de Europa, en los famosos rescates del Naranjo de Bulnes. Y su alegría cuando escalamos en la pared invernal. He convivido con los pigmeos perdidos en las selvas del Ituri, en el Congo; con los esquimales del Ártico, atados todavía al iglú; con los danis en Nueva Guinea, en aquellas selvas inimaginables; con los kurdos de las montañas del Hindú Kush, que cazaban con piedras. He visto su afecto sincero y primitivo.
–¿César, qué te gustaría poner en tu epitafio?
–Pues no lo sé. Una vez que «había muerto» en el Aconcagua, estaba hecha mi lápida para poner en el pequeño cementerio del puente del Inca en Argentina, y lo dejé para otra ocasión.
–¿Hay vida después de la muerte?
–He estado una decena de veces muerto y sé que sí. Viví mi entierro en el tremendo glaciar de Khumbu. Cuando tuve el infarto en el Everest en 1992. Estuve muerto cuando caí más de 300 metros. Estuve sin conocimiento en el Monte Olivia de la Tierra de Fuego, en una loca escalada solitaria. Estoy muy agradecido a la vida. Y al Dios de los cristianos por mantenerme vivo.