El autor en su cubil, do moraGustavo Morales

Crónicas Castizas

Memoria de un hombre roto

Cuando uno vive de ser testigo necesita los ojos para ver, y los necesita para escribir. Todo eso se fue al carajo sin avisar. Sin siquiera un recibo. Cuando notas que algo no circula en tu pecho y tu última frase es: «No llaméis a una ambulancia», no quieres salir de las aulas en una camilla horizontal rodeado de tubos y de médicos. Y alguien te desobedece y llama a una ambulancia mientras te derramas sobre el suelo. Y contigo tu sangre

Somos las víctimas de una generación de posguerra, de las de no te dejes nada en el plato, escuchando a tus mayores: «El hambre que pasamos en la guerra» vieja, casi centenaria, esa que alimenta el revanchismo avaricioso de algunos que no nos deja pasar página. Cuando uno vive de ser testigo necesita los ojos para ver, para escribir. Lo siento por todos los que se han preocupado porque lo mío es escribir, no montar programas televisivos, siento esa pesadumbre, esa vergüenza, el lipori por llamar la atención por lo que hacemos, por lo que nos es hecho y cuando uno entra en el taller correspondiente para que te pongan el kilometraje a cero y equilibre la presión de los neumáticos que te parcheen vamos a ver si dura un poco más. Más allá de la metáfora, muere el viejo periodismo dejando paso a un periodismo joven, más técnico e imaginativo, amigo de las redes sociales, un periodismo sin cafeína ni nicotina y también con menos mala leche y por qué no decirlo deficitario en cultura. Desaparecen las columnas que se llamaban almas del 9 largo, ¿quién sabe qué es un nueve largo?

Los allegados hoy caídos en desgracia acabamos siendo insoportables para el resto. Inaguantable de normal, ahora que estoy enfermo, ¿cómo será? Y cuando te ves así algo brilla en ti cuando te ofrecen grabarte de viva voz un libro para que puedas escucharlo con los ojos en huelga. O la gente comprometida contigo en un lugar tan desolador como es la unidad de vigilancia intensiva. Y te imponen hacer lo correcto: Ponte boca arriba, no de lado, tu esternón está partido. Tus acompañantes no trabajan solo en favor de tu salud sino en contra de su propia comodidad. Y allí empiezas a planear de nuevo, planes de fuga, la gran evasión.

Cuando uno vive de ser testigo necesita los ojos para ver. Y los necesita para escribir. Todo eso se fue al carajo. Sin avisar. Sin siquiera un recibo. Cuando notas que algo no circula en tu pecho y tu última frase es: «No llaméis a una ambulancia». No quieres salir de las aulas en una camilla horizontal, rodeado de tubos y de médicos. Y alguien te desobedece y llama a una ambulancia mientras te derramas sobre el suelo. Y contigo tu sangre. Y caes en una espiral, tu vida no pasa ante tus ojos vertiginosamente como está mandado, y ves una tumba semi abierta, con una tremenda oscuridad por una de las esquinas. Justamente por aquella por la que te deslizas. Y cuando te hundes sin ni siquiera saber qué ha pasado, ni cuándo, decenas de voces se alzan por ti. Voces inesperadas con las que no contabas, de creyentes y descreídos. Y notas que la luz te saca de la oscuridad mientras tu cerebro deja de recibir sangre, tus riñones también. Un médico abrupto decide salvarte y te parte por la mitad. Ni siquiera oyes la sierra cortando tu esternón, porque tú ya no eres más que un extra en ese quirófano. Los protagonistas son otros que visten de verde y azul. Tú solo te estás muriendo. Y te van a salvar las oraciones de gente joven y no tanto que se alzan inmerecidas para pedir por ti, que estás con los dos pies en la fosa. Decenas de manos orantes tiran de ti hacia afuera, y te sacan, pero todavía no lo sabes. Estás lleno de cables, de tubos. Y tu cerebro ni siquiera sabe dónde estás y se va a Levante, cara al sol del amanecer.

Alguien reúne a tus familiares y les alarma, y les habla de una operación a vida o muerte. Y les dice que, aunque sobrevivas, los daños serán irreversibles y tu cerebro puede estar seco, no como el de don Quijote de tanto leer y del mucho pensar, y tú eres ajeno a todo eso. Con el pecho abierto, sangrando sobre una camilla de un quirófano hospitalario que no te corresponde. En manos de unos desconocidos que se han propuesto salvarte la vida por nada en especial, porque es su maravilloso trabajo. Como el tuyo era escribir. Y pasa el tiempo. Un tiempo que te habían negado, un tiempo que no tenías, que se te había acabado. Y la gente te dirá luego, cuando vuelvas con ellos desde la laguna Estigia, que con el tiempo todo se cura. Todo se arregla. Y es un pensamiento que consuela. Pero no es verdad. El tiempo es todo lo que vas a tener y no puedes atesorar. Porque cada segundo caduca. Al igual que lo has hecho tú. Y es un tiempo prestado. Es un tiempo de regalo que te han dado un poco las batas verdes y las oraciones blancas.

Es un tiempo de regalo que te han dado un poco las batas verdes y las oraciones blancas.

Ya no eres el novio de la muerte, te dice un viejo amigo. Desde luego, ahora eres su prometido. Falta ponerle fecha a la boda, y dar las gracias por cada minuto de más. Porque sabes que desde ese día cada hora es un regalo. Y tu cuerpo aflora la protesta de tantos años de maltrato. De abuso. De vivir al límite. Ha llegado el momento de pagar la factura. La factura de tu vida. De la que has llevado. De la que te tocó y elegiste en parte.