Crónicas Castizas
Las banderas de la playa de Gijón
Habíamos acampado en el verano de 1976 la gente del barrio, algunos del grupo Scout Olave, cerca de la playa
Éramos inocentes, bordeando la tontería. Tanto que Pilar, «la frenos», estaba preocupada por si se había quedado embarazada con un beso en la boca, el primero de su vida y el penúltimo del año. Desechamos sus temores. Y le dijimos que todos los niños que tuviera por ese sistema oscular los adoptaríamos todos. Por si no fuera suficiente señal de estulticia, un día para hacer una paella, y dado que carecíamos de sal, no se me ocurrió otra cosa que usar agua de mar. La paella o el arroz con cosas, que diría un valenciano, estaba en su punto como la bandera de Japón, excepto un pequeño detalle, no era comestible en absoluto.
Con nosotros venía Antonio, un andaluz serio que era fiel imitador del hermano de Manuel Machado, que diría el argentino Borges. Lo único que diferenciaba al Antonio Machado original del nuestro, era que nuestro amigo prefería a las chicas mayores se edad.
Habíamos acampado en el verano de 1976 la gente del barrio, algunos del grupo Scout Olave, cerca de la playa de Gijón. Morgan y Porras de anfitriones, cuellos azules, y yo de convidado nos dimos un banquete de sidra y sardinas. Porras era pariente lejano de Ortega pero en el barrio, del Valle del Oro al Puente de Toledo, era nuestro MacGyver particular y mucho más mañoso.
El mar, el aire y nuestra juventud nos llevó al paseo marítimo, que junto al mar, de ahí el nombre de esa vía que bordeaban los mástiles de muchas banderas del mundo, más allá de las aburridas habituales rojas, azules y blancas. A mí me gustó la de la República Exterior de Mongolia, sóviet arrebatado a los chinos y creado por presiones de la Unión Soviética cuando aún pintaba algo el Kremlin hace una jartá de años. Pensando cómo bajarlas y convertirlas en botín nocturno no encontramos mejor sistema, eso no quiere decir que no lo hubiera, que sacar los mástiles de sus agujeros en la piedra a fuerza de brazos. Y así conseguir hacernos con los emblemas de muchos países a capricho de cada uno de nosotros. Pero he ahí que nuestra actividad no pasó desapercibida para la Guardia Civil. Y más pronto que tarde dos de sus Land Rover se lanzaron por la carretera a sirena batiente para amedrentarnos, a medias, cosa que lograron también a medias pues no soltamos nuestro botín. Sus gritos de «alto a la Guardia Civil» tenían el efecto contrario al pretendido. Y corríamos como gamos atravesando pequeñas parcelas, y saltando sus muros de piedra. Con algún perro ladrador que se tomaba más en serio sus tareas de vigilancia contrastando con nuestro deficitario interés en conocer la veracidad del dicho. Nos tumbamos sobre las altas hierbas, mientras los focos de algunos coches de la Guardia Civil intentaban encontrarnos. Y Pilar, «la frenos», me susurraba que estaba cagada de miedo. La cogí de la mano y la llevé lejos de allí, un macromachismo como la copa de un pino, a ojos de un Ministerio que entonces no repartía subvenciones. En la oscuridad de la noche los gritos de los guardias y los focos de sus vehículos componían un decorado de película, al que se sumaban los gruñidos de los perros de las fincas, más mastines que pequineses, y los gritos de algunos de mis compañeros al tropezar con una valla inopinadamente y dejarse ahí las espinillas.
Al final, juventud divino tesoro, conseguimos volver a las tiendas de campaña, en una operación de comando, cruzando rápidamente la carretera, sin dejar a nadie atrás, aprovechando el momento mientras los vehículos de la Benemérita giraban en dirección contraria, vaya usted a saber por qué, en su inútil búsqueda de los saqueadores de la playa de Gijón reunidos ya en la atestada tienda canadiense de cuatro plazas formales. Enseñándonos las banderas, nuestros trofeos de guerra unos a otros, Morgan, mi viejo amigo anarquista de Carabanchel, se quejó del fétido olor que había en la tienda de campaña. Y es que las protestas de Pilar diciendo que se había cagado de miedo no eran literatura, sino una descripción realista y sincera de lo que había hecho. Morgan, inmisericorde, olvidando a Kropotkin, Bakunin y Malatesta, y al judío que le daba charlas anarquistas en el Parque de la la Arganzuela, hizo bañarse a Pilar en las glaciales aguas del Cantábrico, bajo la luna, con más frío que romanticismo. Para darle un toque musical, Porras, que había sido corneta durante su servicio militar en el Ejército del aire, entonces no era del espacio, tocó diana. Y las risas nos bajaron la tensión, y probablemente disuadieron a la Guardia Civil de pensar que aquello era algo más que una chiquillada.