Pobre calzado con bolsas en los pies en el MetroGustavo Morales

Crónicas Castizas

Veinte minutos en Metro

La inversión de un euro y medio del billete es rentable por las concentraciones de gente que no puede moverse y sobre la que actúan los oradores que de eso viven, que no es poco

El autobús es más agradable, pero el tamaño de las megaciudades impone las prisas y el Metro es rápido, feo y sin atascos. Ahí estaba apoyado en la pared del vagón cuando entra un hombre grande y barbudo en el tren, llevando un teclado manoseado y su trípode. Le acompaña una chica más joven, gordita, en cómodo y antiestético chándal. El hombre anuncia, con acento argentino, lo mismo es paraguayo, de forma amable, que quieren ofrecer un poco de música. No espera respuesta alguna. Monta con pericia el chiringuito y mientras toca las teclas del piano electrónico, la chica le observa con arrobo, exhala dulzura, le mira como quien mira al mar.

Anuncia el hombre grande y ultramarino que ahora tocará su hija indicando con un gesto a la chavala deportiva de ropas y no de carnes, era amor filial, brillo intenso en la mirada, estaba yo confundido de nuevo. Cuando suena 'El cóndor pasa' en los dedos de la chica me asaltan recuerdos de guateque de los años setenta. El padre entra por encima de la moza, acceden al teclado y lo tocan a cuatro manos. El hombre deambula entre los pasajeros sin molestar y sale seguido de su diligente hija, él muy alto, ella bajita. Es conmovedor contemplarles tocando y mirándose, al menos la primera vez que lo ves, cuando llevas tres, lo es menos.

Entra otro hombre y llora, nos cuenta que los comedores sociales están atestados, a reventar y que él tiene hambre. Sobre su camiseta negra cuelga de su cuello moreno un Cristo. Clama su desventura. Es una escena dura. Lo malo de los vagones de la línea 6 es que son diáfanos. Cuando el pedigüeño, sea dicho con todo respeto, baja en la estación y se sube unas cuantas puertas más allá, está visible en el mismo vagón y actúa sobre el mismo público sobre el que lanzó su monólogo. La escena se repite cual si fuera el día de la marmota y pierde efectividad sin que haya pedagogía.

Por el otro extremo entra una pareja de mujeres cetrinas, con el pelo sucio casi totalmente cubierto por pañoletas oscuras y ajadas que también piden. Mueven faldas largas y con lamparones inverosímiles, farfullando algo incomprensible con tono de maldición zíngara. A continuación se estrena en el vagón un hispano en la treintena, quien vende sólo por un euro, bolígrafos retráctiles y minilinternas de leds. Ya no son flores a real para lucirlas en el ojal en la calle de Alcalá. Tampoco es la florista.

Una muchacha alta y bonita se desplaza para poner su barriga de embarazada a la altura de los ojos de cuatro zagales que intentan camuflarse ocultándose tras sus teléfonos móviles, y que se hacen los despistados ocupando los asientos del vagón. La chica no se corta y habla claro en tono imperativo: «A ver quién de vosotros se va a levantar y dejarme un sitio para sentarme». Los chicos se ponen en pie como un solo hombre. Dudo si ha sido el tono o que a las guapas les hacen más caso.

La estúpida ausencia de un libro donde haberme refugiado de los hechos consuetudinarios que acontecen en el vagón me lleva a pensar varias cosas: Es mejor equivocarse dando, como hacía el doctor Alberto Miguel Arruti. Esto es dolorosamente conocido: 1 Corintios. 13.

Un hombre alto y su mujer, de perfil romano, una pareja bien vestida, le compran una chuchería de las que ofrece sin gracia a una chica devastada, la piel sobre los huesos. Se ve que se lo piensan mejor y la llaman para darle un billete de 50 euros. Se compadecen de una presunta enfermedad que explique su aspecto menesteroso. Apenas susurra unas gracias inaudibles, desaparece del vagón y alguien testigo de la escena sentencia en voz alta: ya tiene para el pico de caballo de hoy. La pareja caritativa tuerce el gesto, no se les había ocurrido esa posibilidad.

La cuestión pasa de lo personal a lo social cuando todos ellos han entrado en un trayecto de Metro de 20 minutos. La saturación reduce la caridad, que tampoco es mucha, excepto si eres Arruti o San Martín, el de la capa, no el general. La inversión de un euro y medio del billete de Metro es rentable por las concentraciones de gente que no puede moverse y sobre la que actúan los oradores que de eso viven, que no es poco.