Crónicas Castizas
Tirando a amedrentar
Sus alumnos no podrían adivinar ni hartos de grifa los meandros tortuosos de su trayectoria vital en aquel rostro simpático, con cierto aire entre autoritario y bonachón, de coronel inglés en la India
Cuando Pío salió de la cárcel, su madre lo desterró a Sevilla. Allí, para matar el tiempo (curiosa expresión), hacía funciones de conductor para el responsable del Coto de Doñana, un pariente, un familiar que detestaba conducir. Con destierro y todo aún le quedaba a Pío un largo trecho en su vida. Un periplo agitado que le llevaría al Tercio legionario primero y a un batallón de castigo de postre, donde luciría sus recién descubiertas dotes de falsificador en ciernes al servicio de su capitán, y a la Cuba de Fidel Castro, antes de convertirse en una autoridad académica, un historiador de cierto renombre, con aspecto de no haber roto un plato en su vida.
Sus alumnos no podrían adivinar ni hartos de grifa los meandros tortuosos de su trayectoria vital en aquel rostro simpático, con cierto aire entre autoritario y bonachón, de coronel inglés en la India. El caso es que durante su destierro impuesto en Andalucía, Pío hizo buenas migas con Benjamín, un guardia forestal a quien acompañaba en sus peripecias por aquel territorio. Y los dos muchachos apenas tenían tres años de diferencia, que cuando la edad empieza por dos no importa ni poco ni mucho.
He ahí que un día sonaron los walkie talkies que atendía Benjamín. Y una voz autoritaria cuajada de estática y parásitos sonoros les informó, más bien a Benjamín –vaya usted a saber cómo se habían enterado con los medios de entonces, ni drones ni cámaras– de que dos cazadores furtivos se disponían a entrar en la reserva natural con protección cinegética. Son de esos furtivos que se divierten más esquivando a guardias forestales y guardias civiles que cazando propiamente, el gusto de la clandestinidad, el sabor de lo prohibido.
Algo así como el juego del escondite, pero con armas de fuego, que ocultaban cuando la presencia de los agentes así lo exigía en unas tuberías que enterraban y camuflaban en el suelo, para que no les pillaran con las manos en la masa, armados y junto a su presa, que podían despellejar en un tiempo récord con una buena colección de cuchillos afilados y unos mandiles muy útiles, excepto para asistir a reuniones de la logia, para llevarse el trofeo, habitualmente la cabeza coronada de cuernos, la del bicho digo que ignoro en qué ocupaban su ocio impuesto sus aburridas consortes, y sus buenos kilos de carne sangrante en grandes bolsas, ante las que harían mohines sus esposas en sus hogares porque les llenarían y pondrían perdidos los congeladores comprados al efecto.
El caso es que habían cruzado el Guadalquivir. Pío y Benjamín se fueron a la ribera del río para buscar a los ilegales que pretendían batir piezas en territorio vedado en sus narices, con la correspondiente mofa y befa. Tuvieron suerte y los divisaron a orillas del río. El guardés se echó a la cara la carabina del 9 largo. Y ni corto ni perezoso, accionando el cerrojo la cargó. Y realizó un disparo, que retumbó sobre los infractores, que al verse tiroteados, ambos ilegales, dispararon a su vez a los dos jóvenes, levantando los impactos de las balas, no muy cerca de ellos, arena y tierra del suelo.
Pío le recriminó algo enojado a su amigo, por su presunta mala puntería, retándole a ser capaz de apuntar mejor porque estaba muy lejos de acertarles. La prudente respuesta de Benjamín fue: «Yo no tiro a dar. No tengo ninguna intención de herirles. Tendría que cruzar a asistirles y llamar a una ambulancia, y mucho menos de matarles, menudo se liaría. Acabaría ante un juez, sentado en un banquillo por matar o desgraciar a un dentista ocioso o a un jugador de bolsa podrido de dinero y de soberbia. Prefiero evitar los juicios, en eso convendrás conmigo porque tienes más experiencia que yo en esas lides. Disparo para ahuyentarles, para que se vayan y para que sepan que estoy aquí, armado, igual que ellos, bueno, no tan igual que ellos, porque sus fusiles son más modernos, tienen más alcance y mejores elementos de puntería que esta vetusta carabina de guardería de los tiempos de Maricastaña".
A Pío le sorprendió la respuesta de su amigo y la sabiduría que encerraba. Al final los dos cazadores ociosos abandonaron el campo, que no era cuestión de montar trincheras como en la Gran Guerra, que aquello no era Verdún ni el Marne, sino una diversión que se disipaba rauda cuando había disparos de por medio en dirección a ellos, que pretendían tener el monopolio de los tiros y no asistir como parte implicada en igualdad de condiciones a una balacera de incierto resultado. Vivían demasiado bien para jugársela por un «quítame de ahí esas pajas».