Quitando minas antipersonales del terreno.

Crónicas castizas

La horrible historia de un parricidio

Un hombre raro que no se pasaba el día hablando de su curro, pero cariñoso y dulce a su manera poco habitual, aunque oculto tras esa barba larga y rala y los ojos azules que heredó de ella. Poco más le iba a dejar, no había más que enfermedad y esa miseria que los castellanos llaman austeridad

Nunca le gustó que le llamaran por el apellido, al oírlo pronunciar «Puyol» siempre corregía con esa monotonía paciente de quien lo hace constantemente: «Pujol, con jota». Desde el grupo de montaña de la OJE hasta la empresa era algo que le perseguía en las presentaciones, antes y después, y no quería que se dudase de su honradez ni que le ofrecieran el tres por ciento. Pujol, hombre, Pujol, que tampoco es tan difícil ni tan raro.

Aquel domingo aprovechó el buen tiempo y sacó a su madre de paseo. La llevó en la silla de ruedas como pudo, no le faltaban las fuerzas y le sobraban las ganas, hasta el Templo egipcio de Debod y allí la puso mirando a Poniente para que disfrutara de los colores del otoño y de la hermosa puesta de sol, antes de que la ceguera galopante corriera la cortina opacando la luz. Sabía que era su rincón favorito, el de su madre, pero la distancia creciente y su salud menguante la dificultaba acercarse hasta allí. Moverse en una silla tampoco facilitaba las cosas y no quería gastar en taxis dinero del poco que tenía entre la pensión de viuda y lo que añadía su hijo, arruinado por una separación complicada, ese hijo que siempre estaba pero nunca contestaba a sus preguntas ni le contaba cosas del trabajo. Un hombre raro que no se pasaba el día hablando de su curro, pero cariñoso y dulce a su manera poco habitual, aunque oculto tras esa barba larga y rala y los ojos azules que heredó de ella. Poco más le iba a dejar, no había más que enfermedad y esa miseria que los castellanos llaman austeridad, que decía el poeta de Sevilla.

Con todo era un día grande y había disfrutado como hacía lustros que no lo hacía. Tuvo todos los caprichos conocidos. Su hijo la llevó a la pastelería que le gustaba, el Horno de San Onofre. Esperaron pacientemente la cola que forma la fama en el mostrador del obrador y ella saboreó, como la niña lejana que fue, sus dulces favoritos, olvidando por un rato las agoreras recomendaciones del médico que iban creciendo conforme su salud iba menguando. Pero no quería hablar de ello con su Andresillo y se barruntaba que él también callaba algo, pero para qué insistir, siempre fue muy discreto, poco hablador y gran andarín. Eso sí, le gustaba cantar con sus amigos del monte.

La cuestión es que el mozo no tenía mucho que decir al menos en voz alta. Malas eran las circunstancias, la necesidad de su madre que iba creciendo y dejándole sin opciones. Y tenía cierto gusto por el riesgo insuflado en la infancia por sus lecturas tempranas de Roberto Alcázar, el Capitán Trueno, el Jabato algo menos porque luchaba contra los romanos y el imperio romano le parecía a Andrés lo mejor, lo más mejor.

Andrés en su periplo laboral lo mismo pisaba África que Hispanoamérica, dedicado al desminado, es decir, a eliminar minas antipersonales de esas que se siembran por doquier en las guerras para matar a prójimos o dejarlos inválidos en la paz, y casi nunca afectan a los prójimos pretendidos sino a inocentes con ansia de vivir que pasaban por allí, ignorantes de que se ha firmado en Ottawa una convención para que no les pase esto que les pasa de volar por los aires a trozos.

Andrés trabajaba a veces con dragaminas, a veces a mano. Minas de madera, indetectables con el buscador, inestables minas oxidadas, minas bailarinas que saltan un metro de altura antes de estallar, minas encadenadas que explotan cuando tropiezas con un cable o las temibles Claymore casi infalibles. Minas en Camboya y en Mali, en Colombia y Birmania, también en Afganistán, pero ahí no quería ir nadie ni cobrando el doble, nadie excepto Andrés, cuyo pelo liso se viste de blanco con prisa por cuestiones laborales. Andrés, un hombre sin hipo, valiente, que sabe que su madre está desahuciada y el poco tiempo que le quede será inquilina de una residencia para pobres, lo que siempre ha odiado con todas sus fuerzas: «Hijo, no permitas que me lleven a morirme a una residencia, ¡júramelo!». En todo eso piensa Andrés cuando empuja la silla de ruedas y lleva a su madre a casa, en Ciudad Lineal. Allí prepara el baño dejando correr el agua caliente sin mesura pese a las protestas pudorosas de su madre que aún lleva nata en la comisura de los labios y la falda orlada de migas sobre las piernas yertas.

El hombre sin hipo desactiva minas de esas que se siembran en las guerras para matar a prójimos o dejarlos inválidos en la paz

Mientras chapotea por fin en el agua, regreso momentáneo a la infancia, la madre escucha trastear a su hijo en el armario de la ropa blanca. Piensa qué se le habrá perdido ahí. Poco después un proyectil de la pistola Astra del calibre 9 Parabellum que algunos llaman Luger, rompe el cráneo de la desahuciada y entra en su cerebro apagándole. No hay dolor, pero sí un ruido espantoso que ella no escucha, pero alarma a los vecinos. Andrés sacude una sábana que tiende sobre el cuerpo de su madre, la cubre. No quiere que los servicios de emergencia la encuentren así. Se concentra en consolarse unos segundos pensando en que hoy ha sido un día perfecto para ella, con espectáculo, golosinas y chapoteo con pato amarillo incluido. Evita mirar la silueta bajo la sábana que se tiñe de rojo. Se da poco tiempo para pensar, para sufrir. Andrés apoya el cañón ardiente de la pistola recién disparada en su sien y aprieta el gatillo.