Cristo de la Luz en ToledoMaría Sánchez

Crónicas Castizas

Cosas que suceden mientras duermes: los hermanos sonámbulos

Quizás la noche más memorable de esa estrambótica vida nocturna fue cuando un amigo scout del barrio, José Luis Porras, se quedó a dormir en casa. Y por ello el hermano pequeño se acostó en la otra alcoba en la que había una cama junto a la de su hermana

Todas las familias tienen sus secretos mayores o menores. Aquel no era vergonzante ni daría para un largometraje de intriga; si acaso para un corto de humor. Y tampoco podía mantenerse el misterio, pues al final había gente que lo conocía y lo detallaban adornándolo con anécdotas reales y otras sacadas de su fantasía. Los tres hermanos eran sonámbulos y lo iban siendo más conforme mayores eran. Al menos dos de ellos autentificados con pruebas patentes.

La familia lo supo una noche toledana que el mayor se encaramó a la barandilla del balcón en la casa de la Cuesta del Cristo de la Luz, una vía que va desde el Arrabal pasando por la Puerta del Mayordomo, donde se oraba para encomendarse antes de partir de viaje o agradecer el regreso, hasta una antigua mezquita, tanto como la de Córdoba, cristianizada en el siglo XII, flanqueada por una vía romana. Allí hincó la rodilla el caballo de Alfonso VI, otros dicen que el del Cid, pero en todo caso el lugar lo marca una piedra blanca. El asunto es que en esa cuesta era donde vivía entonces la tía Rosa. No, no, no tenían a sus tías clasificadas por colores.

La cuestión es que de madrugada descubrieron allí al niño, que no lo era tanto, el mayor de los tres, en pijama, sentado en la barandilla de hierro del balcón por fuera, con las piernas colgando en el vacío cálido de una noche de verano, sin gritos y respetando esas cosas que dicen los entendidos que no hay que hacer para no alarmar al sonámbulo y evitar reacciones inesperadas, le bajaron con firmeza pero con cuidado en plena noche haciendo cábalas sobre qué había pasado y qué era, a la búsqueda perenne de ponerle nombre a las cosas. A partir de ahí las noches se hicieron más inquietas y cerraron los balconcillos para evitar descalabros.

En la misma casa días después, el mismo hermano anunció a voces destempladas que había un camello en su habitación, de los que tienen joroba, no de los que trapichean. Y así lo razonaba sin despertarse, lo cual no les pareció muy normal pero quedó asentado que era sonámbulo con sus servidumbres y privilegios. En alguna ocasión, el mozalbete abusó de ello simulándolo para subirse a una silla y darle unos tientos al huevo mol, un postre castellano que elaboraban en Santo Tomé, que esperaba la celebración de un cumpleaños próximo encima de un armario.

La chica, la hermana mediana, para no ser menos, también se levantó algún día, pero ya en Madrid, y se fue de casa, impulso comprensible dado que se había hecho cargo del hogar y de los tres maromos tras la muerte accidental de la madre. La muchacha estaba completamente dormida y en camisón, con los ojos abiertos pero sin ver. Su padre, que la sorprendió en el pasillo camino de la puerta, la siguió curioso para ver qué hacía. Llegó hasta el portal y cuando salía a la calle, el hombre le preguntó: «¿Dónde vas?». Como toda respuesta, ella volvió a casa y se acostó de nuevo sin recordar nada a la mañana siguiente. Y con esa experiencia quedó demostrado que las aventuras nocturnas del trío de hermanos no estaban ligadas únicamente, como ocurría en el caso del primogénito, a los excesos en la cena que eran pantagruélicos en los varones pero no en la moza.

Pero quizás la noche más memorable de esa estrambótica vida nocturna fue cuando un amigo del barrio, José Luis Porras, se quedó a dormir en casa. Y por ello el hermano pequeño se acostó en la otra alcoba en la que había una cama junto a la de su hermana. Pasada la medianoche, el mayor, que había cenado opíparamente, comenzó a desgañitarse sin previo aviso. De la impresión ante los inesperados berridos, Porras cayó de la cama al hueco entre los dos lechos alarmado por los gritos y allí justo dormía el perro, que alterado por la abrupta invasión de su espacio se levantó raudo y se puso a ladrar como pensaba que era su obligación canina, que no todo son derechos, mientras en el cuarto de al lado donde dormían los otros hermanos, se oían claramente los gritos arrebatados de ella: «Al ladrón, al ladrón, hay un ladrón en la habitación». Entre voz y voz se escuchaban perfectamente golpes y bofetadas, pero Elena no cejaba de pedir ayuda. Al abrir la puerta y encender la luz, el panorama lo explicó todo. El hermano pequeño, que sólo lo era en edad, estaba atacando en la oscuridad al ladrón que denunciaba su hermana, cuya vacilante sombra vislumbraba y que no era otra que ella misma moviéndose para evitar la golpiza en el cuarto débilmente iluminado por la tenue luz que se filtraba por el patio.

Porras, de forma comprensible, no volvió a quedarse jamás a dormir en esa casa aunque la historia de esa noche corrió como la pólvora negra entre los amigos del barrio hasta ser legendaria. Y el pequeño volvió a la alcoba de los chicos, el perro a su pequeña alfombra y el padre ni siquiera se despertó pero se rio incrédulo con ganas cuando le contaron lo que ocurría en su casa mientras dormía.