Crónicas Castizas
Gentes del Puente de Toledo
Cuando llegó la heroína al barrio, desplazando a los hasta entonces casi inocentes porros compartidos a toda prisa antes de volver a casa con el pan y la mirada huidiza, comenzó el jaco siendo un consumo ocasional para los días de fiesta de unos pocos
El Puente de Toledo, sobre el río Manzanares del que dijo Quevedo que era navegable a pie y a caballo, era el referente del barrio, el punto de encuentro de la abigarrada gente de Marqués de Vadillo, casi nuestro hogar extramuros de la casa paterna. Cuando venían a vernos preguntábamos por el pasaporte para cruzar nuestro puente.
Durante el tiempo que estuve fuera de España, en un mundo que parecía que había cambiado de planeta y no de país, el Puente era la imagen de la morriña. No echaba de menos una patria difusa reflejada en un mapa de geografía económica de aquellos del bachiller. Mi añoranza se encarnaba en la silueta inconfundible del Puente de Toledo y sus pretiles de piedra gris, sucia, donde tanto y nada pasó.
En torno a él nos encontrábamos diversas pandillas de diferentes orígenes, los de Antonio Leyva, los mayores, con un simpático kie al frente forrado de hermanas y amigas de éstas, chicas con un aire lejano, pero en absoluto desdeñosas, frecuente objetivo de la cámara Nikkormat que le vendí, ya no recuerdo si me la llegó a pagar. Alguna de ellas era casi guapa, aunque ninguna tan fea como Bubu, que se había apropiado del nombre de un absurdo dibujo animado y le gustaba hacer estúpidas rimas facilonas con las chicas con el objetivo fracasado de ligar con ellas que le evitaban ofendidas y humilladas. ¿Se puede hacer algo peor a una pretendida?
Cuando llegó la heroína al barrio, desplazando a los hasta entonces casi inocentes porros compartidos a toda prisa antes de volver a casa con el pan y la mirada huidiza, comenzó el jaco siendo un consumo ocasional para los días de fiesta de unos pocos, fue extendiéndose a los fines de semana de bastantes hasta que su consumo exigente se hizo diario mientras sus usuarios buscaban inútilmente la sensación plácida de la primera vez. Los últimos chutes apenas servían para dar un poco de falsa normalidad a los consumidores que esclavizaba y de qué manera.
Otra de las bandas que formaba la gran pandilla común procedía del grupo scout de la parroquia. En él estaba Mimí, que se dejaba llamar así, y así voluntariamente se presentaba, y para más inri Mimí salía con Fifi. Fue uno de los pocos que logró sobrevivir a la heroína gracias a su ingreso como bombero.
En torno a los exploradores sin serlo, estaba Alfonso, rubio y delgado, siempre en su motillo recorriendo bares para vender café Marcilla. A pesar de decirse de izquierdas se leyó el Quijote de un tirón por puro patriotismo, «es algo que debe hacer todo español», explicaba. ¿Te gustó? No. Era buena persona y su madre recurrió a remedios arcanos para quitarle las feas y enormes verrugas que campeaban en sus manos, y lo logró.
Alfonso procuraba por todos los medios evitar a Juan, un notas alto y chulo que no pagaba sus consumos y recibía a sus acreedores poniéndose las llaves de casa entre los dedos y de esta manera repartía puñetazos, lacerándose las manos pero dejando el rostro ajeno como un mapa sangriento que ponía en franca huida a sus víctimas. Se casó, a saber por qué, con Rosa, una bonita fotógrafa de Diario 16, nunca entendimos qué vio en él además de la falsa hermandad del caballo que la suministraba. Pero fue poco tiempo, ya que la droga la reclamó por excesos o impurezas en el corte que de todo hubo en aquellas sobredosis. Juan acabó haciéndose policía, sólo buscaba el abuso de la placa y la pistola, y contaban que murió en un tiroteo con sus compañeros más legales que acudieron a impedir un atraco que él perpetraba cerca de Carabanchel.
También estaba de satélite de los exploradores el «primo», mote de pariente y no de ingenuo, más mayor en apariencia. Pelirrojo como un escocés y experto en motores de esos pequeños coches ingleses: Mini, MG…, que también tuvo al jaco de ídolo.
Y Carlos, uno de los líderes de la banda de scouts, chico elegante cuando quería, que llevaba cuchillas de afeitar en las solapas de la chupa de cuero por si alguien le cogía por ellas y tenía muy mal ganar al mus.
Por añadidura había un guerrero acerado, de largas melenas y anchas espaldas acariciado por las huidizas miradas de las nenas asentadas en la balustrada, tocado por la heroína a quien un joven veterano le recomendó que se alistara al Tercio Don Juan de Austria, estacionado en una isla, Fuerteventura, para curarse, y le hizo caso desesperado y allí se fue. Al reencontrarse años después, el exyonqui se manifestó contento, mucho: «Lo he logrado y te estoy agradecido, pero te confieso que si llego a pillarte en los primeros tiempos de enganche legionario, te mato». El método fue eficaz pero algo rudo, como dejar de fumar a causa de una disección de aorta. No falla, pero te puedes cambiar de barrio y las ganas no se te van del todo.