TribunaJAVIER GÓMEZ DE LIAÑO

Cacería de jueces

El magistrado don Juan Carlos Peinado debería dar muestras de templanza, algo alejado, por ejemplo, de la providencia saliendo al paso del reproche por dictar, en campaña electoral, un auto en el que acuerda la práctica de determinadas diligencias, incluida la declaración de doña Begoña Gómez

Desde el Real Decreto 139/2011, de 4 de febrero, el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, del que es titular doña Teresa Ribera Rodríguez, candidata al Parlamento Europeo por el Partido Socialista, elabora un listado denominado Catálogo Español de Especies Amenazadas, en el que hay dos casillas: una, dedicada a los animales «vulnerables»; la otra, reservada a los ejemplares «en peligro de extinción». Sin embargo, según fuentes ecologistas de la máxima solvencia, algunas de esas especies protegidas, como el lince ibérico, la nutria y el gato montés, siguen siendo víctimas de la malaventurada muerte por arma de fuego a manos de cazadores desalmados, categoría en la que caben los furtivos y los no furtivos.

Por el título y el prólogo, el lector habrá percibido que esta tribuna viene a cuento de las agresiones que en los últimos tiempos, desde varios frentes, la judicatura española está sufriendo. Desde los insultos escupidos por las lenguas viperinas de algunos diputados, hasta las graves imputaciones, veladas y no veladas, formuladas nominalmente contra jueces por ministros del Gobierno que, actuando al rebufo de su presidente, incluso, con patente maldad y supina ignorancia, les acusan de lawfare.

Quienes pertenecemos a este mundo sabemos bien que el poder judicial, pese a su infinita importancia, lleva muchos años soportando el acoso de la paulatina y sistemática colonización de la política. Es cierto que el mal viene de lejos, aunque también es verdad que el período que vivimos quizá sea el más turbio y preocupante de la historia judicial española. Lo que está ocurriendo es una máscara de lo que la justicia debe ser, lo que, sin duda, responde al fin último de controlar los tribunales de justicia. Ese y no otro es el objetivo real del acoso emprendido, por mucho que se pretenda disimular bajo muy distintas vestiduras. La impresión es que la Constitución sólo sirve para que algunos se constituyan, se reconstituyan e, incluso, hasta se prostituyan si fuera menester. Son individuos que sólo entienden la justicia en clave ideológica, que aborrecen las salas de justicia y que prefieren los barracones de feria en los que cada pared, a modo de espejo, les devuelve, multiplicadas y deformadas, sus taras e intrigas.

Por cierto, qué bien les vendría a estos mercaderes del derecho, leer el final de la Orestiada de Esquilo, cuando Atenea, la diosa de la sabiduría, justifica su intervención en el mundo de los mortales con esta frase: «Que ningún hombre viva sin control de la ley, ni controlado por la tiranía». La ley es una alternativa al despotismo y para los jueces el imperio de la ley significa que, como independientes que son, han de lograr que el derecho se aplique. Mas puestos a recomendar, al presidente don Pedro Sánchez, tan aficionado a citar a Aristóteles para justificar su obsesión por la mentira, le aconsejaría que leyera el Libro IV del Tratado Metáfisica donde el filósofo griego advierte de que «el hombre perfecto es el mejor de los animales, pero cuando se aparta de la ley y de la justicia es el peor de todos».

Quien esto escribe entiende el desaliento que actualmente afecta a un gran sector de la judicatura por los ataques que, un día sí y otro también, el poder judicial sufre. En su conjunto y en particular. Administrar justicia es un doloroso calvario que el juez tiene que llevar a cuestas con resignación, aunque en ocasiones la paciencia termine hecha cenizas. Tal vez aquí esté la clave. Pero la pasión por la justicia y el odio a la injusticia implican una servidumbre forzosa que no es susceptible de extinción. Digo esto porque nadie, ni siquiera los jueces, puede dudar de lo esencial que es la crítica. También porque, quizá, sean bastantes los que se merezcan más de un reproche. Como en El libro de los mil proverbios se lee, los jueces son expósitos y, por tanto, están en el blanco de los veredictos ajenos. No defiendo, pues, que los jueces sean más respetables que el resto de los mortales, pero sí que una cosa es la censura razonable y otra, muy distinta, el denuesto, la injuria y la calumnia, supuestos no previstos en la Constitución.

No obstante, como otros compañeros hicieron en su día, creo que el magistrado don Juan Carlos Peinado debería dar muestras de templanza, algo alejado, por ejemplo, de la providencia saliendo al paso del reproche por dictar, en campaña electoral, un auto en el que acuerda la práctica de determinadas diligencias, incluida la declaración de doña Begoña Gómez para el próximo 5 de julio. Y es que, con independencia de que la resolución sea correcta, que lo es, y ahí está el artículo 201 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que dispone que «todos los días y horas del año serán hábiles para la instrucción de las causas criminales, sin necesidad de habilitación especial» y de que eso de que existe una «norma no escrita» que aconseja lo contrario no pasa de ser un argumento propio de un rábula de tres al cuarto, lo cierto es que un buen juez, hasta el más el más zurrado, diariamente debe hacer un ejercicio de doma de su adrenalina. En tales supuestos, el silencio es, desde luego, el remedio más rentable para quien se siente agredido. Ser juez es una servidumbre que debe llevarse con serenidad, esa virtud que suele emparentarse con la santidad, aunque yo piense que tiene que ver más con la inteligencia. Eso, sin contar con los leguleyos y zurupetos, especies ambas que, a decir verdad, últimamente pululan alrededor de la Justicia y entre los que, claro es, se incluyen los políticos repartidores de improperios. La ley, la jurisprudencia, la doctrina científica y la técnica jurídica no interesan y la pólvora se gasta en interpretaciones de sainete y en la proliferación de indoctos. No aludo, naturalmente, a los ignorantes incapaces de distinguir un código de una ley, que también los hay, sino a quienes no entienden lo que es uno u otra porque en la cabeza no les cabe más. Si el hombre no fuera un animal olvidadizo todos los que, de una forma u otra, por acción u omisión, atacan a los jueces tendrían que sentir vergüenza, si es que la tuviesen.

Yo no soy cazador, pero algo me ha enseñado un amigo juez que sí lo es y, además, al parecer, muy experto. Eduardo, que así se llama mi amigo, me dice que el método que se está empleando para acabar con alguna que otra rara avis de juez se asemeja mucho al que utiliza el trampero sin escrúpulos. Como los animales que mueren alevosamente y por lo tanto distraídos de todo lo que no sea la silvestre libertad, el procedimiento de aproximación a su señoría para liquidarlo suele ser muy sutil y depurado. El cazador se le acerca hasta donde quiere, pues la pieza está concentrada en su oficio y lo acribilla a placer, de la misma forma que si disparase a un confiado y manso animal doméstico. En estos supuestos, la caza del juez puede realizarse de forma conjunta o individual; por políticos y no políticos, sin descartar a los medios de comunicación serviles con aquellos. El elemento común a todos es que cargan sus escopetas con posta de grueso calibre y abren fuego sin el menor respeto de las reglas éticas y morales de Diana, la diosa virgen de la caza y de la naturaleza.

En fin. Insisto en que nunca asistí a una cacería, pero quienes me conocen saben que si en algo soy experto es en la lidia de insidiosos y calumniadores, festejo al que hace años asistí no desde el callejón sino en el ruedo; esto es, con el morlaco delante y embistiendo por derecho. No voy a hablar de lo acontecido en aquella feria, pues ni hace al caso ni vale la pena desempolvar viejos pleitos. Tampoco, por respeto a los muertos, he de reseñar el hierro de la ganadería. Pero sí quiero destacar con trazo grueso que una persecución en toda regla como la que actualmente soportan los jueces es tan rechazable como indignante. Las insidias contra ellos constituyen un ataque a la independencia judicial, cuyas heridas, si no curan bien y pronto, dejaran secuelas irreversibles como las que dejaron en su día las proferidas contra el magistrado del Tribunal Supremo don Marino Barbero.

Termino con una pregunta dirigida a doña Teresa, señora vicepresidenta tercera del Gobierno. Cuando el otro día, en un mitin de campaña, usted gritaba «no pasarán, no pasarán», ¿acaso no estaba pensando en la técnica recibida de un familiar cercano que, en su día, ejerció de juez del patíbulo?

  • Javier Gómez de Liaño es abogado y exvocal del Consejo General del Poder Judicial