Legionarios en descansoGustavo Morales

Crónicas castizas

El general, la ametralladora y el sargento del Photoshop

Cursaron órdenes desde el mando para renovar los carnets militares de legionarios advirtiendo que no se admitirían fotos de pelos extravagantes en el rostro. Para paliar el malestar de este nuevo ataque a la identidad de los legionarios, el sargento Caraegea recibió instrucciones verbales de retocar las fotos

Tenía un nombre cálido, veraniego, de cantante famoso. Y su color favorito también era ardiente, aunque él era frío como un pez, frío como el color azul de su uniforme, en el que tardó lo suyo en tener la estrella con bastón sobre sable. El mando se le resistía, lo hizo durante mucho tiempo. Tenía apellido de casado solo en casa, en las vacaciones estivales.

Algo tenía que ver con las palabras vertidas como cicuta en el oído catalán de la ministra, para meter en la estéril vereda de los funcionarios de uniforme a esos guerreros que apenas parecían soldados con sus patillas de hacha y sus barbas inverosímiles, que habían firmado un cheque poniendo su vida al servicio de España. Cursaron órdenes desde el mando para renovar los carnets militares de legionarios advirtiendo que no se admitirían fotos de pelos extravagantes en la cara. Para paliar el malestar de este nuevo ataque a la identidad de los legionarios, el sargento Caraegea recibió instrucciones, verbales no por escrito, de retocar las fotos de los legionarios con el programa oportuno de edición de imágenes borrando barbas, bigotes y patillas y dejarles en las fotos con la cara como un marine. Y los carnets volvieron a llegar con las fotos tocadas por el sargento con arte y maña y sus destinatarios satisfechos seguían con barbas y patillas.

Cuando ya estaban en Afganistán, esperando la Navidad y al enemigo, se plantó el general allí, en una visita de seis horas, en el aeropuerto de Qala i Naw. Para caer simpático, dejó su uniforme azul del ejército del Viento, como le gustaba llamarlo a Antonio Gómez, y vistió el camuflaje de desierto común a los allí acuartelados. Condecoró al valiente brigada Velasco con la Cruz al Mérito Militar con distintivo azul, inventado en mala hora para evitar el distintivo rojo que recuerda la sangre vertida, que en misiones internacionales no ha sido poca, y quita votos y con ese azul darle carta de existencia a las misiones internacionales bajo cobertura de organismos plurinacionales como las Naciones Unidas o la Alianza Atlántica.

El caso es que pasando revista a la tropa y al material había desaparecido una ametralladora, la clásica MG42 de la Segunda Guerra Mundial, conocida coloquialmente por los legionarios como «la segadora» por su altísima cadencia de tiro, que ahora la llaman de otra manera más moderna para que no se identifique su digna vetustez y su origen germánico de tiempos del Reich que no duró mil años.

Se montó la marimorena y todo el mundo se puso a buscar la máquina, que no era cosa de que desapareciera y menos cuando los archijefes venían de visita. El general no pudo evitar que por su boca salieran sapos y culebras destinados al cuerpo en general y a sus tropas en particular, les tenía a ambos un auténtico odio africano, pues representaban la hidalguía y el coraje de los que era deficitario, además de que sus caras barbadas desmontaban la malicia de las fotos retocadas para los carnets y se supo burlado.

Tras mucho gritar y buscar en vano, a la mañana siguiente la MG42 campeaba en medio del patio, dibujando su silueta inconfundible sobre el cielo intenso. En ella había un cartel escrito a grandes trazos y de mala manera. Y en el cartel un texto: «Igual que desaparece una ametralladora el próximo en desaparecer puede ser usted, general».

La investigación fue intensa, profunda, amplia y estéril. Se puso el cuartel patas arriba, los de la Segunda Sección se hartaron de interrogar gente sin éxito a la tropa y el general se marchó esperando unos resultados que nunca llegaron.

Legio patria nostra.