Casa de vecinos en Madrid.Gustavo Morales

Crónicas Castizas

El portal de Domitila

Priscilo, el hermano con el que convivía, iba medio trajeado, una persona tan gris como su ropa, aunque tenía la manía oculta de hacer fabulaciones con los diagnósticos del médico al que ni discutía ni hacía caso

Domitila y Priscilo eran hermanos solteros que vivían en Carabanchel, un barrio y dos nombres que imprimen carácter, marcan un destino que en ningún caso es inane, que hay que ser muy macho y muy hembra para llevarlos sin hundir la cabeza entre los hombros ni acogotarse en las presentaciones ante extraños que tuercen el gesto al oírlo. No es lo mismo llamarse Elena o Ester, con hache o sin ella, según el pijerío de la madre, o Elizabeth, que tener por patronímico Domitila, que murió sin saber que su nombre era latino y significa la que ama su casa. Bastante tenía con llevar a cuestas el nombre sin renegar de sus padres, pero eran otros tiempos, tiempos de Sabina, Tiburcia, Dativo y Gumersinda. Claro que el nombre de su hermano era más antiguo por definición.

Domitila, a sus ochenta años largos, no tenía lavadora y como era muy mayor, su amiga Felisa, por caridad, vecina de portal, le lavaba la ropa para que ella no lo hiciese a mano como solía. Esta siempre insistía en que se comprase el electrodoméstico, pero Domitila se negaba: «Quita, quita, tiene que venir el fontanero, el electricista, el de la lavadora, que lo mismo no cabe donde debe, y luego aprender a usarla, es muy complicado; yo a mano, como toda la vida», pero quien lavaba la ropa era Felisa. Lavadora no, pero, sin embargo, Domitila tuvo el primer televisor del edificio. Los hermanos vivían de coser para un tercer hermano, próspero sastre, tenían pocos gastos y apenas salían de su casa. La tele tenía un plástico superpuesto a la pantalla, era multicolor, azul arriba para el cielo, cuando coincidía la imagen, verde por abajo, útil para ver partidos de balompié y naranja entre medias por asemejarse al color carne de las personas de entonces.

Domitila decía que la cosa estaba muy mal y que la cosa estaba muy revuelta en la Plaza de Tetuán, sitio que era su obsesión sin que supiera exactamente dónde estaba y tuviera reminiscencias de canciones infantiles. Domitila predecía cada día obsesiva que habría otra guerra. Ella había conocido la civil española, pero seguía mezclándola con la de Marruecos, cuyos ecos le habían llegado, y cuantas salían en los telediarios.

Priscilo, el hermano con el que convivía, iba medio trajeado, una persona tan gris como su ropa, aunque tenía la manía oculta de hacer fabulaciones con los diagnósticos del médico al que ni discutía ni hacía caso, pero mantenía las medicinas herméticamente cerradas como indicaba el prospecto. Priscilo tenía el capricho de inventarse historias con los dictámenes del galeno, cuentos que no salían de su mente: Angioma de Subclavia, capitana espartana que combatió a los egipcios en Hemianopsia. Una manía inocente que nunca confesó sino al cuaderno negro que tenía por amigo.

Ambos vivían bien, sin estrecheces, con sus encargos de sastrería, pero no había mucha alegría, entre otras cosas porque no había niños ni perrito que les ladrara. El escándalo rompió la monotonía en el bloque donde moraban y pasó a sus anales cuando una pareja de vecinos se separaron, cosa entonces novedosa, un hecho sin papeles por medio. Él tocaba en un grupo de música y su mujer no soportaba la vida nocturna que llevaba su marido que suponía crapulosa, no exenta de razón, pero no tanta como a él le hubiera gustado. La madre y la hija se fueron a vivir a Carabanchel Alto y una vez a la semana venían a su hogar familiar para limpiarle la casa a él sin que ninguna sufragista se escandalizara todavía.

En el bajo D del edificio, el señor Nemesio, asentador de carne en el mercado, también soltero, llamaba la atención porque comía yogures a diario en lugar de chuletones, vaya usted a saber por qué, mientras los demás solo lo hacían, lo de comer yogures, cuando estaban pachuchos. Cuando fue presidente de la comunidad de vecinos, Nemesio escribía esmerándose unas actas con una letra de calígrafo que daban ganas de ponerlas en un marco.

Por último, pero no menos importante, Ciriaca, quien limpiaba casas, escaleras y oficinas para sacar adelante a su prole, aunque para ello dejaba a los niños solos y encerrados en el hogar hasta que volvía. Su marido se había desnucado trabajando de albañil en una obra y tuvo que apechugar sin tiempo ni ocasión para lamentarse.

Y todo ese mundo se difumina con la modernidad y no tendrá bardo que le cante ni historiador que lo recoja, pero de esos ladrillos se formó la sociedad que antecedió y dio lugar a la actual, la presente. Ahora, en esa calle carabanchelera, junto a ese portal todo es de color y se escucha bachata y reguetón a todas horas.