Crónicas castizas
Encuentros
En una de mis visitas, coincidí con un mercenario, Ahmed, que hablaba también español y me contó una historia curiosa. Él estudiaba Medicina en España y la carrera universitaria se la pagaba el Estado iraquí, vamos, Sadam Hussein. A cambio de ello, servía como soldado en el ejército iraquí
Hace mucho tiempo, en una guerra lejana en la que se enfrentaban por penúltima vez árabes y persas, el destino y mi oficio me tenían deambulando en tierra de Simbad, cerca de Basora, el célebre puerto próximo a la desembocadura de dos ríos míticos y sin embargo reales, el Tigris y el Éufrates.
El cielo nocturno se iluminaba de rojo y negro con los disparos de la artillería chiita y la respuesta de la baasista, en una torre de Babel de lenguas semíticas, europeas y occidentales. Para recordar mi español, a veces acudía a un hospital cerca del pueblo de Al Amarah, atendido por los omnipresentes médicos cubanos, de las pocas exportaciones de Fidel Castro, que a la lengua común incorporaban sentido del humor y algo de ron, bastante difícil de conseguir en países musulmanes.
En una de mis visitas, menos frecuentes de lo que quisiera, coincidí con un mercenario sudanés, Ahmed, que hablaba también español y me contó una historia curiosa. Él estudiaba Medicina en España y la carrera universitaria se la pagaba el Estado iraquí, vamos, Sadam Hussein. A cambio de ello, servía como soldado en el ejército iraquí en la guerra contra los chiíes del ayatolá Jomeini, en periodos no lectivos y en algunos que sí lo eran conjugando las necesidades bélicas, prioritarias, con las estudiantiles.
Muchos años después me habían citado en un bar al que se accedía bajando una escalera en la madrileña calle del Barco. Mientras descendía los peldaños empecé a darme cuenta de que el local no era un paradigma de diversidad y que estaba habitado de forma mayoritaria por africanos, y digo mayoritaria por mencionarme a mí como excepción, que tampoco soy un ejemplo de ario escandinavo. El caso es que fui recibido como el pistolero cuando entra en el salón en las películas. El pianista dejó de tocar, si hubiera existido, se hizo el silencio roto por un rumor hostil que fue cercándome y supe que no era bien recibido y que trascendía la filosofía y el rechazo se iba a transformar en hechos en un plazo breve. En ese momento una voz grave se alzó sobre el rumor agresivo. «El blanco es amigo mío». Palabras celestiales que me hicieron girar la cabeza para mirar a mi salvador. Me costó un rato, pero reconocí a duras penas al delgado Ahmed, el sudanés con quien me encontré en el hospital iraquí atendido por cubanos. Esa casualidad probablemente me impidió acudir al traumatólogo y la noche se pobló de recuerdos y de cubalibres de ron que no parecían ser haram en aquellos momentos y circunstancias.
No podía dar crédito a mi buena estrella y a lo oportuno del reencuentro. Me contó que había dejado la carrera, al terminar la beca por ruina del Estado de Irak, que había perdido la guerra, y que en ese momento vivía en Aluche con unos amigos y me invitó a una fiesta, lo que acepté gustoso.
Mucho después –en mi caso, tres nietos más tarde– al salir de casa y sentir la mordida del frío en mi piel, arrebujándome en mi chaquetón, vi de pasada un cuerpo pardo tumbado en un banco de madera a la intemperie junto al edificio del Tribunal de Cuentas del Reino y no pude menos que pensar cómo habría pasado la noche así esa persona, de pelo apelmazado en lo que fueron rastas trenzadas y ahora era una masa compacta de pelo y mugre que se anunciaba previamente en el gélido aire de la mañana por un fuerte olor hiriente a humanidad en el peor de los sentidos de esa palabra.
Junto al cuerpo sedente había un carrito de supermercado lleno de bolsas de plástico, de lo que supuse, con razón, serían todas sus variopintas propiedades. Al escrutar el rostro del vagabundo sin hogar casi doy un respingo. No podía creer a mi mente, que identificaba aquel rostro negro, tantos años después; era Ahmed, el sudanés, ¿lo era? Susurré su nombre, me miró distraído, superada la sorpresa inicial, se levantó sin contestar, empujó el carro y echó a andar. Le seguí unos pasos, espantado del hedor, no volví a llamarle, a comprometerme con esa persona que había actuado en mi vida y le vi perderse en la calle Beneficencia, con las miserias que eran todas sus posesiones en un carro metálico, caminando sin la flexibilidad felina del soldado que fue y una mirada huérfana de sueños, sin futuro, o mientras yo caminaba sigiloso detrás evitando mirarle a la cara para no tener que responder de mi humanidad y de mi fe.