Tropiezos y meteduras de pataQuo

Crónicas castizas

Meteduras de pata y tropiezos varios

Pasó una noche en comisaría detenido por reírse a carcajadas en una película en que el malvado padrastro azotaba a la huerfanita desamparada en la lóbrega mazmorra de un húmedo castillo siniestro en plena tormenta eléctrica mientras se carcajeaba sardónicamente

No soy el hombre más tonto del planeta, al menos me gusta pensar que es así, tampoco sin duda el más listo, pero en la medida de mis posibilidades no he desperdiciado ocasión alguna de meter la pata y errar cada vez que se me ha presentado la oportunidad. La cosa ha tenido diferentes intensidades. Desde preguntar por qué esas caras de funeral a los hijos del finado, entonces entendí lo de 'tierra trágame', en el funeral de mi padrino, un amigo de mi padre, llamado Pimentel , con el que pasó una noche en comisaría detenido por reírse a carcajadas en un cine de Toledo durante una película en que el malvado padrastro azotaba a la huerfanita desamparada, en la lóbrega mazmorra de un húmedo castillo siniestro, en plena tormenta eléctrica, generosa en truenos, mientras se carcajeaba sardónicamente. Denunciados en la ciudad imperial por los demás espectadores de la sala escandalizados por ese proceder inaudito, fueron detenidos y al llegar a la comisaría cometieron el error juvenil de contestar afirmativamente cuando el comisario de guardia les preguntó que si sabían jugar al ajedrez, y así pasaron la noche de jaque en jaque hasta que, con el amanecer, el comisario les soltó sin haber escrito una línea de denuncia, pues le pareció ridícula la detención, pero le vino de perlas para pasar su guardia entretenido al tener a dos contrincantes.

A pesar de haberlo criticado a otros en otras ocasiones por lo mismo, yo también caigo. Vino una compañera de la universidad a saludarme a la antigua guarida del Hub, una especie de taller de comunicación de la Facultad, y me incitó a fumar un cigarro, pues entonces aún ejercía de tabaquista, en la calle –que en otro sitio no se podía–, y al salir al pasadizo de Julián Romea, frente a un bar que regentan unos simpáticos persas, le pregunté si no era desaconsejable fumar en el estado de buena esperanza en que se encontraba, que era que no. Ella usaba ropa amplia y no había otro embarazo que el mío cuando me lo dijo: perdí de nuevo una magnífica ocasión de callarme. Al menos hoy somos buenos amigos.

No es cosa exclusiva mía la pifia ni la torpeza, aunque a veces me parezca que tengo el monopolio. También hay casos así en mi familia. Mi tía Elena, de la que ya hablamos aquí en alguna ocasión, al salir de misa en Toledo se encontró a un hombre sentado cerca de la puerta del templo, sacó el monedero y le dio unos dineros que el hombre rechazó más sorprendido que molesto, no por la cuantía, que los hay que se indignan por unas escasas monedas, sino porque estaba sentado esperando y no pidiendo. El pobre hombre se miró de arriba abajo preguntándose cuál era el aspecto que daba para que le diera limosna una señora de cierta edad.

También está el caso del hombre que llevó a su hijo a un taller de Carabanchel para que le cogieran de aprendiz. Al preguntar el dueño la edad del chaval, el padre dijo que 17 años, que era la edad legal para ser aprendiz, a veces con más dignidad y sueldo que el becario moderno en algunas empresas. La hija, una bonita niña pequeña que acompañaba al padre y al solicitante, corrigió al progenitor con firmeza: «No, papá, mi hermano tiene 15 años, no 17, te equivocas». Y el aprendiz se quedó sin su puesto y la niña sin helado.

Una ocasión inolvidable, me recuerda un amigo de la Universidad, es cuando tuvimos noticia de la existencia de un enorme cuadro de Goya, decían, en una iglesia próxima a la calle Hortaleza, y como pertenecíamos en aquel entonces a un grupo clandestino, pobre y optimista, nuestro jefe El Loro decidió sindicalizarlo –más bien que lo hiciéramos nosotros– para obtener fondos, y allí acudimos candorosos con todo el material que consideramos necesario para sustraerlo, sin tener nada claro cómo íbamos a venderlo, pues era un mundo ajeno al nuestro, como casi todos en los años setenta. Pero no hizo falta que nos preocupáramos por eso, pues cuando entramos tuvimos la ocasión de comprobar chasqueados que el enorme cuadro que adornaba la iglesia era un fresco, es decir, estaba pintado directamente en la pared y escapaba a las muy limitadas posibilidades de nuestros escasos medios. El grupo se quedó sin la financiación esperada y nosotros con un palmo de narices.

Tampoco es asunto este el de las torpezas que competa sólo a mi familia. Una buena amiga me contaba que en una reunión con mujeres en torno a los cincuenta años, una de ellas comentó que al general Sanjurjo , que se estrelló en un avión sobrecargado que pilotaba Ansaldo , lo mató el innombrable, que lleva 50 años muerto. Ella se iba a echar las manos a la cabeza explicando el accidente aéreo cuando otra señora se descolgó comentando que una pena que José Antonio Primo de Rivera hubiera muerto en combate en los frentes de la guerra civil española. María bramó porque no eran mujeres sin estudios ni posibles de la Cañada Real –hablaremos pronto de ella–, ni de Orcasitas precisamente, alguna era una rancia aristócrata. Imagine mi media docena de lectores cuantas cosas de las que cuentan los que no saben y los que creen saber, dicen y hacen son peores metidas de pata más dañinas que las aquí narradas, y lo que es más grave, cuentan con subvenciones públicas y con crédito entre la gente.