CrónicaJosé Antonio Gallego

Recuerdos del Valle de los Caídos

«Yo solo puedo mirar esa Cruz como católico y teñida su visión con los recuerdos de mi padre». Cuéntame, le interpele entonces con curiosidad

Actualizada 04:30

Construcción en Madrid del Valle de los Caídos en el valle de Culegamuros en agosto de 1959

Europa Press / Europa Press
18/8/1959

Construcción en Madrid del Valle de los Caídos en el valle de Culegamuros en agosto de 1959Europa Press

Seguramente, sea este el momento más oportuno para que vean la luz algunos de los recuerdos de esa multitud de protagonistas, anónimos, de nuestra reciente historia y que, custodiados en la memoria de sus hijos y nietos, parecía que solo debían interesar a los suyos. Sin embargo, la torticera manipulación que, de la realidad, hacen nuestros actuales dirigentes, amparados en leyes que no tiene más sentido que el odio y la represalia, convierten esos recuerdos en una fuente inestimable de verdad. De autenticidad que no puede rebatir la manipulación, ni la mentira.

Hace tiempo que me congratulo con la amistad de Pedro Antonio Rodríguez, un hombre bueno, de inquebrantable fe e inmenso amor a España y, sobre todo, libre de todo rencor. Solo hace unos días, conversando con él, me trasmitía la inmensa tristeza que, como católico, le producía lo que estaba sucediendo con la basílica del Valle de los Caídos. Yo, puntilloso como siempre con los datos y las fechas, entre otras consideraciones le llamaba a la reflexión sobre la parte de culpa que todos nosotros teníamos en lo que sucedía, pues habíamos sido los primeros en convertir esa basílica en un símbolo político y, vanidosamente, me disponía a retrotraerme al que para mí fue el primer error: que Franco cediese su propiedad a la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, puesto que, como toda Fundación está sometida a las leyes y a los fines que estas le reconocen, por lo que debía haber previsto que, fallecido él, no solo esas leyes cambiarían, sino que su presidencia habría de pasar a su sucesor.

Cariñosamente, me cortó entonces. «Sí, sí, es posible que tengas razón» me reconoció, «e incluso», añadió, «es posible que nuestros obispos no hayan podido hacer más de lo que han hecho, pero yo solo puedo mirar esa Cruz como católico y teñida su visión con los recuerdos de mi padre». Cuéntame, le interpele entonces con curiosidad.

«Verás», me dijo, tras una breve pausa entornando los ojos. «Mi padre, Julio, que apenas hace dos años que ha fallecido y al que recuerdo no solo con el profundo cariño que todo hijo debe a su padre, sino con la profunda admiración que siempre me mereció su serena humildad, repleta del sentido común de la mayoría de los españoles de entonces, nació apenas comenzada la Guerra Civil, en Peguerinos, pueblecito abulense enclavado en una pequeña hondonada a los pies de la Cuerda de Cuelgamuros, en la que años más tarde habría de construirse la basílica del que se convertiría en Valle de los Caídos. Peguerinos, durante la guerra, se convirtió a la vez en campamento y objetivo militar. La mayoría de la población civil huyó a los pueblos más cercanos, concretamente mi familia se fue al Escorial, mi padre en brazos de su hermana Bonifacia».

Después, tras respirar profundamente continuó contándome que, «como la guerra había arrasado completamente el pueblo, no habiendo quedado ni una sola casa en pie, cuando, por fin, la familia pudo regresar a Peguerinos, al principio tuvieron que alojarse en pajares y apriscos». La posguerra, me dijo mirándome fijamente, «fue muy penosa en aquellos pueblos, asentados en una tierra muy dura, donde se sobrevivía solo gracias a las ovejas y el centeno».

Pero, ya con una sonrisa, continuó, «hacia el año 1942, llegó una gran noticia, pedían trabajadores para ir a Cuelgamuros, donde se había empezado una gran obra». «Pronto», me aseguró, «todos los jóvenes de la comarca trabajan en aquel proyecto», subrayando «mi padre, en cuanto tuvo la edad suficiente, también trabajó en el Valle de los Caídos e insistió siempre en que el sueldo era muy bueno y en que fue una gran ayuda para todas aquellas familias».

Después de aquellos recuerdos, mis preguntas eran las lógicas: ¿qué te contó tu padre de como era su vida en la obra?, ¿cómo era su convivencia con los presos republicanos?, ¿cuáles sus condiciones de vida? «Tranquilo», me dijo, «te cuento».

«Lo primero que quiero dejarte claro es que mi padre trabajaba, como todos, ocho horas al día y que, al acabar su jornada laboral, se volvía caminando al pueblo a través de aquellas sierras que también conocía, lo mismo que la mayoría, aunque algunos que venían de pueblos más alejados, algunas veces se quedaban a dormir en chozos y tiendas improvisadas. Los presos, por el contrario, se marchaban a sus barracones que, a nosotros, al menos, nos parecían bastante cómodos».

«Nunca», me insistió, «tuvo la sensación de encontrarse en una prisión o campo de concentración. No había muros ni alambradas y nadie les pidió que se identificasen cuando, acabado el trabajo, se marchaban». Asegurándome que «entraban y salían libremente», que «la única vigilancia consistía en algunos guardias civiles dispersos encaramados en los riscos», aunque aclarándome que «al llegar por la mañana si se les tomaba nota para luego poder cobrar».

«Créeme», insistió, «te puedo asegurar que mi padre, en los cuatro años que trabajó en el Valle nunca presenció ni tan siquiera un amago de fuga, huida que le hubiera sido muy fácil a cualquiera que lo hubiese intentado, simplemente mezclándose con los trabajadores que, al acabar la jornada, se marchaban a sus casas».

«Además», continuó, «siempre nos recalcó la buena armonía existente entre todos los trabadores, libres y presos». «Al respecto, nos repitió muchas veces la historia de que fue allí, en las obras del Valle, donde encontró su primer gran amor». «Trataré», me dijo, «de repetir sus palabras exactas: Hijo, trabajando cerca de nosotros había una presa guapísima andaluza con ojos grandes y morena de la que me enamoré a primera vista, tenía con ella un niño pequeño de dos o tres años, me daba igual y tanto se me notaba que, días después, los compañeros me animaron a que hablase con ella».

«Lo hizo», siguió contándome, «se llamaba Carmen, y mi padre estaba muy ilusionado, dispuesto a casarse con ella y quedarse con su hijo». «No fue el Valle», me dijo, «fue su familia y amigos, los que cuando se lo planteó se rieron primero y luego, le acosaron con las reconvenciones propias de la época hasta que desistió», «pero sé», terminó «que nunca la olvidó». Concluyendo con una tajante afirmación: «mi padre fue feliz mientras trabajó en el Valle de los Caídos».

Y yo, que, con permiso de Pedro, envío esta humilde crónica, espero que los recuerdos de Julio Rodríguez García (Peguerinos, 1936-2023), contribuyan a que, la verdad sobre este episodio de nuestra Historia triunfe sobre la mentira institucionalizada con la que intentan tergiversarla.

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