El milagro más dulce de las monjas ecijanas
Se trata de los bizcochos marroquíes, uno de los dulces más delicados, refinados y suculentos que he conocido
Érase una vez unas monjitas ecijanas, de la provincia de Sevilla. Las monjas concepcionistas franciscanas. Estas monjas crearon una auténtica tradición gastronómica en Écija y en todo su entorno desde hace bastantes siglos. El milagro es que hoy sigue vigente este centenario melindre.
Se trata de los bizcochos marroquíes, uno de los dulces más delicados, refinados y suculentos que he conocido. Cuatro hermanas de apellido Marroquí: Ana, Catalina, Francisca y Luisa, fundaron el convento de la Santísima Trinidad y Purísima Concepción en el último año del s. XVI. Casi dos siglos después, la marquesa de Valdetorres (1752) tomó los hábitos e inventó este bizcochito, al que llamaron Marroquí en honor al apellido de las fundadoras.
Desgraciadamente, el convento ha cerrado hace un par de años, y la única hermana que aún tenía la receta se trasladó a otro convento de la misma orden, en la localidad de Osuna. Écija se quedó huérfana y entristecida, porque tantos siglos de bizcochos marroquíes habían calado hondo y los siguen considerando como cosa propia. Es natural. Allí nació y ellos agradecieron entusiasmados la delicadeza de esta golosina. El pueblo se revuelve reclamando ese patrimonio que han sido los deliciosos bizcochos de los que han disfrutado durante muchos años y que consideran suyos. Los comieron sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos… es más que comprensible, han crecido con ellos. Me consta que, con lágrimas en los ojos viajan hasta Osuna para adquirir «sus» bizcochos.
Suave, ligero y esponjoso
Me cuentan ecijanos que conocen bien su historia, y a los que aprecio tanto como ellos a su bizcocho, que ha sufrido algunos cambios. Y les cuento, aunque primero trataré de describir esta golosina, cosa difícil por su finura: se trata de un ligerísimo bizcocho de unos diez centímetros de grosor cubierto de yema y rematado por un jugoso glaseado de azúcar. Indescriptible porque todo él se deshace nada más entrar en la boca, es suave, ligero, esponjoso y sorprendente. Su receta la desconocemos, como es natural, las monjitas no la revelan ¡y hacen bien! Tienen un as en la manga, y grande. Es una de las maravillas de la repostería española.
En cuanto a los cambios, aunque parece que la textura se mantiene, con el tiempo la capa de yema y el glaseado se ha reducido, e incluso el color del bizcocho, que ahora es de esa blanca palidez del trigo, antes era de un alegre anaranjado. Probablemente por causa de los huevos. En Écija era tradición llevarlos de regalo a las casas cuando surgía una invitación, cuando había un enfermo o nacía un niño. Hermosas tradiciones que, con la abundancia actual y los excesos de todo, han perdido carácter.
Siempre que me es posible me hago con una cajita. Se presentan en triángulos protegidos por un papel translúcido, y retirar golosamente ese papel es toda una ceremonia. Presentarlos acompañando un café, un té o en una de esas excursiones enmascaradas a la despensa es todo un placer. Bocados exquisitos que han trascendido el tiempo y que han conseguido formar parte del patrimonio de una de las más bellas ciudades de Andalucía. Porque, aunque ya no se hagan allí, Écija sigue siendo su casa. Les siguen esperando.