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Aquella tarde de Nochebuena empecé a preparar una bolsa para mis pequeños, una bolsa de fe para que la pudieran llevar toda la vidaPixabay

Gastronomía

Una familia de más de dos mil miembros

Aquella tarde de Nochebuena empecé a preparar una bolsa para mis pequeños, una bolsa de fe para que la pudieran llevar toda la vida

Aquel día me levanté temprano, el cielo estaba blanco y había escarcha en los cristales. Era un día gélido de invierno y la mañana me habló: ¿conoces a alguno de mis hermanos? Somos una familia muy numerosa… Me quedé sorprendida, pensando, tratando de recordar si conocía a alguno de ellos. Caminé por las calles. Hacía frío, y caían suavemente algunos copos; un día verdaderamente desapacible, pensé. En algunos balcones se entreveía gente moviéndose, y al fondo, luces cálidas en aquel ambiente glacial, pero tampoco les hice caso. Nunca me habían importado las personas, la caridad no era mi fuerte.

A pesar del frío las calles estaban repletas, gente que iba y venía gritaba para poder entenderse sobre el fragor de un tráfico imposible mientras yo pensaba en nada, con la mente vacía, caminando como cada día, como cualquier mañana. No podía parar de caminar, me llevaban los pies, uno detrás de otro, por la acera, como si conocieran el camino. A veces el pavimiento era estrecho y otras muy ancho, a veces había gente y otras andaba en soledad, pero no podía dejar de hacerlo. Sin angustia, sin prisa, pero con bríos. Pasaron varias horas, el cielo gris claro iba haciéndose plomizo, empezaba a nevar. Tuve frío y me estremecí en el interior del abrigo, pero sabía que ocurría algo más. Seguía pensando en lo que me había preguntado la mañana y no tenía ni idea de lo que quería decir.

Pero tampoco podía dejar de andar, como si una fuerza me condujera a algún lugar desconocido. Ya no había gente, el tráfico empezaba a hacerse más liviano y la noche caía. Mis pies seguían caminando sin rumbo, pero no me sentía alterada ni cansada, trotando a buen ritmo sobre la nieve ya pura. Nadie había pisado aquellos parajes. Observé mi entorno, ya no estaba en la ciudad, sino en campo abierto, aunque seguía caminando como si fuera posible hacerlo cómodamente sobre aquel suelo blando y peligroso.

Entonces llegó la tarde, y me preguntó: ¿conoces a alguno de mis hermanos? Somos una familia muy numerosa. Y yo me encogí de hombros, seguía sin saber qué querían decir. Aquel día, los ciclos se habían levantado sorprendentemente insólitos. Y la pregunta era, al menos, chocante.

El sol había desaparecido hacía un buen rato, y la luz que aún me permitía ver se apagó mansamente hasta que caminar se convirtió en algo imposible. Después de tantas horas me sentí perdida. Hasta entonces no había percibido la soledad que me rodeaba, ni la oscuridad de la Tierra. Aterrada miré hacia todos los lados, algo tenía que haber, y pedí luz. Pero la luz no llegó. Se hacía necesario caminar, hacía frío y algún sitio encontraría si avanzaba. Después de tantas horas había perdido la esperanza.

Y la noche, como su hermana la mañana y su hermana la tarde, susurró en mis oídos: ¿conoces a alguno de mis hermanos? Somos una familia muy numerosa. Fue entonces cuando paré. Al instante comprendí que había caminado aquella jornada completa sin mis zapatos: caridad y esperanza. Miré mis pies, advirtiendo que estaban descalzos, amoratados y ensangrentados. Y me asusté. De repente sentí auténtico miedo. Nada tenía sentido ¿estaba soñando quizás? Me dije a mí misma que no era un sueño, tenía frío, y dolor, y me sentí cansada. Y de repente recordé que tenía algo.

Metí la mano en una minúscula bolsa que llevaba siempre conmigo, era un regalo de mi madre, que había confeccionado con sus propias manos en mi niñez. Nunca me acordaba de ella, aunque siempre la llevaba, era tan cómoda… Jamás lo había abierto, sencillamente formaba parte de mí. Al introducir en ella la mano, encontré algo cálido y lo saqué, a horcajadas entre la extrañeza y el alivio. Que asombro, cuando vi que era una luz poderosa, cálida y anaranjada, que me dio calor y se llevó el miedo. Aquella luz me dijo que se llamaba fe, y me transportó de nuevo a mi ciudad, a mi casa y a mi hogar. Todo había pasado. El tiempo no es real. Era la tarde de Navidad y de repente caí en la respuesta que me rondaba desde temprano.

La contestación a la pregunta que aquel día me formularon la mañana, la tarde y la noche era evidente ¡claro que conocía a sus hermanos! Tantos hermanos como años tenía yo misma. Aunque había habido muchos más, muchos hermanos desde que Belén acogió el Nacimiento que inició una nueva era. Desde que el mundo conoció a mis dos zapatos olvidados, esperanza y caridad, y a la pequeña bolsa con la fe que llevaba junto a mi corazón, todo cambió, y ellas alumbraron el mundo como a mí me habían iluminado aquel día. Aquel día en que el mundo cambió de verdad y para siempre.

Aquella tarde de Nochebuena empecé a preparar una bolsa para mis pequeños, una bolsa de fe para que la pudieran llevar toda la vida. Aunque jamás la necesitaran, algún día les alumbraría.

Navidad es la noche más importante de año, de cada año, con más de dos mil hermanos, dos mil celebraciones, dos mil recordatorios de lo que es verdaderamente sustancial en la vida. Ojalá que podamos regalar a muchas personas esa bolsa que no se sabe que se tiene hasta que se necesita y aparece como una luz que lo cambia todo.

Dedicado a mis lectores del diario El Debate, con mis sinceros deseos de una Feliz Navidad.