La larga lista de alimentos que llegaron de América
La americaneidad no es solamente la pertenencia a un territorio, es el amor, son los lazos comunes y la sensación de que sí, de que todos pertenecemos a esa gran familia
Como la mediterraneidad, hay una comunidad de historia, cultura y sociedad comunes a los hispanohablantes. Con palabras que sorprenden, en lo relacionado con la alimentación, como la mazamorra, antiquísimo plato que se prepara de dos formas diferentes en ambos mundos, y entrambos desvela un origen común de gachas tiernas que a su vez se enraíza en el Mediterráneo. En uno de esos asombrosos retruécanos de la historia, de las palabras y de la polisemia.
Ese algo en común, que es la patria de todos ¡la lengua! Es un concepto que ensalzaron desde Camilo José Cela hasta Pessoa, y en el que resulta fácil integrarse, es el pegamento que nos une, y por el que viajar a América se hace amable y, con frecuencia, familiar. Desde luego, está el aspecto exótico, y las guayabillas y guayabas, los chontaduros, las aromáticas piñas, la pitaya, el aguacate gigante, el mango verde salpicado de lima y sal… que forman parte del bagaje que se esclarece en Iberoamérica. Y sorprenden tanto por la propia imagen de belleza que suscita la palabra como por el intenso perfume, el sabor auténtico y el tipo de las preparaciones, que divergen de todo lo imaginado al huerto español, habituado a los más delicados sabores de la manzana, el melocotón o la pera, o más profundos del higo o la granada.
Muchas de estas palabras forman parte del horizonte y de la mesa española, y junto a las frutas exóticas menos conocidas hay otras como la tuna (higo chumbo), que se ha convertido en parte de los paisajes rústicos españoles en los lugares más cálidos. Y el chocolate es ya un viejo amigo que ha trascendido generaciones de adictos, que como decía el misionero jesuita padre Acosta, allá por finales del s. XVI, «las españolas mueren por el negro chocolate», entre las que me confieso inmersa por mi propia voluntad. Por no hablar de la patata, el tomate o el pimiento, de los que muchos han olvidado su origen, y que son la base de la alimentación mundial en el presente.
Nos miramos desde las dos orillas a través de este común territorio de la gastronomía, y cuando aquí pica un pimiento, allí es picoso, y se toman salsas de maní (por cierto, prueben el exquisito ají de maní) mientras aquí se toman cacahuetes tostados en el aperitivo. Los tamales y tamalitos, esos increíbles envueltos en hojas naturales a base de harina de maíz y algunos ingredientes más, con una variación inaudita, son otra de las preparaciones que muchos países se adjudican como propias pero que se encuentran con facilidad hasta en puestecillos callejeros. Ensanchar fronteras y reconocer voces castellanas antiguas junto a multitud de términos de lenguas nativas, como algunos de los anteriores, que han traspasado las fronteras y los tiempos, es uno de los objetivos de la americaneidad.
Así, volver a probar y a oír suspiros de monja o bienmesabe, al estilo colombiano y al mexicano, que son asuntos diferentes; o las hojuelas que Sor Juana Inés de la Cruz hacía preparar en el rinconcito de su celda, en su pequeña cocina, al estilo de España, porque ella misma señala que en su ciudad las denominaban buñuelos. Incluso los huevos moles, que con tanto primor preparamos en las dos orillas, al menos en México y en Portugal, es como volver a estar en casa, en una casa decimonónica quizás, pero familiar y amada.
Es la lengua, la lengua, la patria común de todos nosotros, que se revela amorosa en las preparaciones de cocina tradicional, no siempre popular, pero conocida y valorada. La americaneidad no es solamente la pertenencia a un territorio, es el amor, son los lazos comunes y la sensación de que sí, de que todos pertenecemos a esa gran familia capaz de entenderse con las palabras de los viejos hidalgos, que todavía resuenan en las voces del exacto Quevedo y de Cervantes o de los exuberantes Rubén Darío o la inteligente y hábil Sor Juana Inés.
Fortalecer y no quebrar, unir y no separar, porque cuando sólo están las personas, una a una, hay voluntad de afecto y de comprensión. Desgraciadamente, también están la perversión de las medias verdades, de las mentiras evidentes, de la manipulación a través de las emociones. Hay un gran interés por romper lo que nos une, lo cual es evidente y no sorprende aunque entristezca, por el calado que va adquiriendo. Revirtámoslo.
Se hace necesario mantener viva la americaneidad, la españolidad de nuestra lengua, una gran parte de nuestra historia común, que es, como el urbanismo que los españoles y criollos crearon con generosidad y buen conocimiento en las ciudades ex novo: de retícula hipodámica de trazado en damero, de calles rectas, amplias que conducen a una amplia, libre y abierta plaza central, que podemos considerar metafóricamente que es nuestra lengua común, el español.