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Sor Juana de la Cruz

Sor Juana de la Cruz

Quién era Sor Juana Inés de la Cruz y qué le gustaba cocinar

Libros, cocina, recetas, conocimiento, curiosidad intelectual y amor por el trabajo bien hecho definen a esta singular mujer

Mucho se ha escrito de Sor Juana Inés de la Cruz, una mujer singular, que desde su reclusión en una celda del convento de las Jerónimas del México colonial, se ha hecho universal. Desde la intimidad de sus poesías, desde su hábil capacidad diplomática puesta de manifiesto desde la infancia, Juana quiso escribir y gozar de su tiempo, y enclaustrarse fue la mejor opción para ella. Porque le proporcionó ese tiempo anhelado para desarrollar sus inquietudes de conocimiento.

Aprender a leer a los cuatro años, leer desde la primera infancia todo lo que tenía a su alcance, ganar un premio literario a los ocho… le dio el impulso para una nueva vida, y salió de la singular familia materna de la localidad de Panoayan, donde incluso había aprendido náhuatl, para ir a vivir a México con sus tíos maternos, que comprendieron la brillantez de la sobrinita y la protegieron. Se hizo merecedora de todas las ayudas, y muy pronto hizo grandes amistades en la corte, en especial con la virreina Leonor de Carreto, que se convirtió en su gran amiga y mecenas.

Como decía Octavio Paz, la vida religiosa en el s. XVI era una profesión y Juana, sincera y devota católica, pudo casarse pero eligió la vida conventual porque allí podría desarrollar intereses singulares de imposible acceso para las mujeres casadas en pleno Barroco. Anhelaba, en sus propias palabras «querer vivir sola, no de querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros». Ingresó primero como carmelita, pero la orden era tan estricta que le resultó imposible seguir la norma hasta el punto de enfermar, y posteriormente ingresó en la Orden de San Jerónimo, en la que pudo disponer de suficiente espacio para sus estudios (¡cómo recuerda a Virginia Woolf en este momento en el que la «habitación propia» se hace imprescindible!), para sus libros e incluso de algunas sirvientas que le facilitaron la vida, el estudio, y como no, sus labores de cocina.

En su pequeño espacio dispuso de una biblioteca y un surtido de instrumentos científicos y también musicales: era una auténtica mujer de ingenio y de su época, interesada en todo lo que le rodeaba y aún en más. Y cómo no, también concernida por la cocina. A pesar de los largos y agotadores ayunos, a pesar de la abstinencia ocasional, los fogones eran parte de la vida común en los conventos españoles del nuevo mundo. A caballo entre la criollización, las modas europeas, las costumbres indígenas y las ocasionales influencias de la población esclava negra, la cocina mexicana era de una riqueza, de una originalidad apabullantes. Mágica y atada a la tierra, repleta de sabores exóticos, de aromas indescriptibles, de cacao y azúcar, de flores y frutas, sigue siendo verdaderamente singular y atrayente.

La curiosidad natural de Juana Inés le hizo descubrir las reacciones físicas y químicas de los productos en la cocina, el desarrollo de las técnicas culinarias, cuya sorpresa ante ellas y la observación de las reacciones son visibles en sus páginas, en sus cartas y en un pequeño recetario que escribió. Y que posiblemente fue escrito en el entorno de esa pequeña cocina de la que disponía en sus aposentos. No presenta demasiadas preparaciones, pero sí son representativas de su propia vida. Ella solía enviar pequeñas delicadezas a sus amigas de la corte, en especial a la virreina, y posiblemente muchas de estas recetas estuvieron inspiradas no tanto en los platos del convento como en esa vida cortesana que frecuentaba fuera de sus paredes y que combinaba a la perfección el amoroso cuidado en su elaboración con una imaginación, capacidad de observación y originalidad insuperables.

Sus ingredientes

El arroz y la piña, los barrocos gigotes (guisos de carne), los mexicas chiles combinados con las españolas almendras, pasas y aceitunas, el jitomate en capas con cebollas dulces para acomodar los trozos de carne en los guisos, eran algunos detalles de las características preparaciones. Canela y pan, ajonjolí y gallina con rebanadas de plátano, camote y manzana; azafrán con tornachiles, espinacas y mamón fueron mezclas imposibles fuera de aquel entorno, en el México criollo, español, indígena y barroco, donde todo era factible, y las mezclas de productos europeos y americanos se fundían en preparaciones españolas realizadas con elementos indígenas y aderezadas con toques africanos. Una suerte de amorosa, ingenua y picante a la vez, imaginativa y ardorosa cocina en la que la disposición de suficiente tiempo daba lugar a la creación de recetas como el ante de mamey, la jericaya, el jarabe de vino o las tortas de arroz.

«Yo, la peor del mundo», como dijo en su Libro de confesiones, nos dejó su inteligente verso, su prosa y sus recetas. Una pequeña ventana de la historia, abierta para contemplar la vida (y la cocina) de una monja singular, intelectual y hábil diplomática en el México del s. XVI, cuando la ciudad era la capital del Virreinato de Nueva España.

«Refiere la madre Sor Juana Inés de la Cruz, en su carta a Sor Filotea: que en cierta ocasión, una prelada le prohibió estudiar en sus libros. Ella, sin faltar a la obediencia, hacia estudios de física cuando estaba en la cocina. Y refiriéndose a esto decía: que bien se puede filosofar y aderezar la cena»

Libros, cocina, recetas, conocimiento, curiosidad intelectual y amor por el trabajo bien hecho definen a esta singular mujer cuyo ímpetu y fuerza todavía seducen, como ella misma cautivó a su tiempo.

El delicado, minucioso, femenino y cuidado trabajo de mi querida Mónica Lavín, que con Ana Benítez ha escrito «Sor Juana en la cocina», ha inspirado este artículo.

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