Qué comía Napoleón y cómo era la gastronomía de la época
Para él, comer era una obligación, lo hacía con rapidez, era frugal, bebía vino y no agua
A ritmo de la película que tantas opiniones contrastadas ha traído, e independientemente de las dispares opiniones que ha suscitado, podemos decir que la época de Napoleón fue de grandes cambios e interesantes situaciones gastronómicas de gran nivel.
Aunque a Napoleón no le importaba demasiado la comida, según cuenta Hortense, la hija de Josefina, con la que tenía una excelente relación, «el trabajo le absorbía por completo… las horas de las comidas no eran fijas. Siempre almorzaba solo», y la familia sólo le veía en la cena. Para él, comer era una obligación, lo hacía con rapidez, era frugal, bebía vino y no agua. Le gustaban cosas sencillas como el buey y el cordero, las habas, las lentejas y las patatas (esta última opción era una auténtica modernidad en su época, ya que se habían comenzado a consumir recientemente). También apreciaba las ensaladas, muy al estilo de la característica sobriedad corsa.
Mientras en París se disfrutaba de la alta cocina, para las tropas francesas las circunstancias en las batallas que se libraron al oeste no fueron fáciles; la guerra incesante y la falta de suministros obligó a que se transportaran 200 molinos de harina móviles, desde París al corazón de Rusia. Que finalmente no llegaron a su destino, ya que fueron robados por los cosacos. El constante pillaje fue el sustento de la guerra que azotó Europa, los soldados apenas recibían media ración de pan al día, y encontrar una plantación de patatas era una fiesta, mientras por un huevo se pagaba un napoleón (20 francos de oro). En esta situación comprometida se estableció un premio de doce mil francos para quien lograra desarrollar un método para conservar alimentos. Fue Nicolás Appert, en 1810 quién lo ganó solucionando así el problema de la conservación que devendría en los sistemas actuales. Su invento consistía en unas botellas de vidrio oscuro rellenas de comida y cerradas herméticamente, que hervía a altas temperaturas durante un tiempo prolongado.
El ministro Talleyrand
A pesar de la frugalidad de Napoleón, no todos sus ministros aplaudieron esta cualidad. Uno de los más brillantes, Talleyrand, fue un auténtico gourmand, y en las cocinas de su casa se formó una de las grandes personalidades de la gastronomía francesa: el mítico cocinero Antonin Carême. El hábil sacerdote, político y diplomático, que supo navegar en las tumultuosas aguas del Antiguo y del Nuevo Régimen, era gran amante de la buena cocina. Y no sólo eso, disponía de unas modernas y actualizadas cocinas, de cuyo mando se ocupó Carême, que finalmente se hizo un importante lugar en la gastronomía mundial. A ambos les apasionaba la comida, y Talleyrand sabía comer, cosa que reconoció el cocinero en sus obras. Juntos inventaron nuevos platos, organizaban menús y hasta rescataron un anticuado plato, los caracoles guisados, que se ofrecieron en una cena al zar de Rusia.
El Congreso de Viena, cerrando el final de esta complicada etapa, convirtió a la ciudad en el centro de Europa durante el invierno del 1814 al 15; era el tiempo de la diplomacia por todos los medios posibles, también a través de la cocina. Talleyrand era un espléndido anfitrión y un diplomático que cuidaba todos los detalles sociales, tan importantes en estas relaciones, hasta el punto de que Francia consiguió unas ventajas importantes gracias a sus procedimientos. Quiso que Carême le acompañara para las imprescindibles labores gastronómicas, pero este no puedo hacerlo, ya que por ese tiempo nació su única hija de una relación extramatrimonial; también se publicó en septiembre de 1815 uno de sus libros más importantes Le Pâtissier royal parisien.
Desde el 1 de agosto al 26 de septiembre de ese año, el gran cocinero se ocupó de la importante labor de las cocinas del Palacio del Elíseo, y en agosto de 1815 presentó un extraordinario menú al zar Alejandro, con 36 cubiertos. Mientras, Napoleón, el 18 de junio de ese año, combatía y perdía par siempre su poder en Waterloo frente al duque de Wellington. Santa Elena, el islote perdido en el Atlántico, fue finalmente su tumba. La alta cocina siguió siendo, como siempre lo había sido, parte de ese gran mundo de la diplomacia y la política, pero cada vez más refinada y elegante al menos hasta la Belle époque.