El problema de no cocinar en los restaurantes
En 2025, Francia legislará que la restauración pública ponga en sus platos la etiqueta fait maison en el caso de que sea verdad, platos cocinados en la casa
El olor de las ciudades españolas a la hora de comer ha cambiado. Ya no huele a cocido o a lentejas, a albóndigas o a ternera guisada. Muy poco a besugo y casi nada a bizcocho de desayuno. Es patente que se ha producido una pérdida. La semana pasada hablábamos del quebranto que este cambio supone para salud, pero esta pérdida también va de patrimonio, de cultura y de historia. De todo eso que nos hace ser como somos, diferentes, singulares, originales. Y es a la vez un cambio productivo, de suministros y económico.
La cocina artesana, que fue la cocina casera de toda la vida, de ser algo corriente, económico y accesible a todos, se ha transformado en un lujo. Por pereza, por olvido, por dejadez de la población y porque se evita el esfuerzo de cocinar, que también es el de vivir. Y porque siempre queremos la última moda, lo que nadie sabe, ni conoce, al precio que sea, no importa, hasta el de la pérdida de salud y de patrimonio. Novedad por encima de todo, cambios propiciados por el influencer de turno.
Y este problema no es solamente nuestro, se está produciendo y agravando en toda Europa, hasta el extremo de que Francia considera que su cocina está en peligro. Sí, así, sin ambages, en peligro hasta el punto de que en 2025 se legislará que la restauración pública ponga en sus platos la etiqueta «fait maison» en el caso de que sea verdad, platos cocinados en la casa. Y los que carezcan de etiqueta, pues ya sabe el cliente, alguien los produjo en algún lugar, pero pertenecen al ámbito industrial y no al artesano. Nada más y nada menos que la gastronomía francesa se encuentra en peligro por la gastrificación, por la aplicación de la tecnología mal utilizada, por los excesos de productos preelaborados, que van desde las salsas hasta las guarniciones y con mucha, mucha frecuencia, el plato principal. Aunque está en peligro el final de la cadena, la amenaza comienza en el campo.
El complejo universo de la alimentación está amenazado: por una parte, el ciclo completo, desde la producción a la elaboración. Pero también el menú, desde el aperitivo al postre, todos los platos son susceptibles de ser preelaborados. No olvidemos que la primera manifestación de una civilización se expresa en el plato, así que si lo más básico está amenazado ¿qué ocurre con lo demás? Miren qué hay en los expositores, qué se presenta en los platos, perciban a qué huelen las ciudades, fíjense bien cuál es la moda y curioseen en los supermercados… mientras, los mercados de abastos están en muerte técnica a no ser que se turisticen ¡menuda pérdida social! Hemos alcanzado el extremo de tener que etiquetar los platos que se consumen en el restaurante señalando explícitamente que sí, que han sido cocinados por el personal del local ¿No es el absurdo hecho realidad? ¿No es una locura que en los restaurantes no se cocine?
Lo es, casi tanto como que se haya dejado de cocinar en gran medida en las casas. Añadir agua hirviendo a un preparado, introducir algo en el microondas o simplemente sacar un paquete de la nevera, no es cocinar: se ha perdido la magia, el misterio, esa receta que nadie es capaz de repetir por que tiene un truco jamás confesado. La globalización aportó mucha variedad a buen precio, pero conlleva una pérdida irreparable: la de los valores propios, la de lo pequeño, de lo valioso, hasta de lo íntimo. De lo local. La pérdida del patrimonio, que es rico precisamente por la diversidad y la cercanía. Y que nace en la tierra, en la huerta, en la granja, en el mar, entre el ganado, y al final, en las manos de los artesanos. La alimentación que también es la artesanía de las cosas bien hechas, con tiempo, con dedicación y primor, algo que ahora resulta que pertenece a la industria del lujo, inasequible para la gran mayoría. Lo que divide a la sociedad entre quienes comen platos de baja calidad uniformes y baratos, elaborados por terceros, y quienes todavía se esfuerzan por comprar la materia prima, cocinar y comer bien productos de buena calidad, o pagan para que otros lo hagan.
Comidas preelaboradas
¿Cómo hemos llegado a esta sociedad trastornada y absurda? Antes, si uno quería leer historia, seleccionaba el libro de un historiador. Si quería comer bien, buscaba un buen cocinero. Si quería adquirir buen producto, caminaba hacia la oferta local. Ahora cualquiera versiona «su visión» de la historia, adquiere comidas preelaboradas que calienta y consume o vende a otros con un buen margen, por cierto. Se ha impuesto la incongruencia y además no se puede decir que estamos de disparates hasta el cuello. Decía el gran Quevedo: «No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo». Sigamos sin callar.
Quizás no todo esté perdido, quizás podamos salvar nuestro patrimonio. Quizás no lleguemos a convertirnos en un ridículo y avergonzante estereotipo para que los turistas orientales nos visiten y se admiren; aunque desgraciadamente los antiguos núcleos urbanos ya se han transformado en espacios de exposición y pérdida de vitalidad ciudadana. Con una aburrida oferta de platos preelaborados, uniformes y monótonos que fueron cocinados en grandes centros de producción. Pero para que no alcancemos el precipicio hace falta reconocer lo que ocurre y poner los medios para cambiarlo. Rebélese contra el imperio de la uniformidad, restauremos el poderío de la buena cocina, cocinen y adquieran productos cocinados por el personal de su restaurante preferido. La buena alimentación es cultura en la mesa, y es imprescindible preservarla. Y eso hay que hacerlo ayer.