Gastronomía
Por favor, cocinen y coman cosas de verdad, de las de toda la vida
Busquen el recetario de toda la vida y coman bien
La Pascua de Resurrección es el día más alegre del año tras la emoción de las jornadas cofrades salpicadas de torrijas, abstinencias, bacalaos y montañas de buñuelos. Es el día de retomar el jamón y los embutidos, de que vuelvan a aparecer en la mesa carnes y abundancias después de ascéticas verduras, frugalidades y pescados. Y retornan con alegría, aunque solo hayan sido unas pocas horas: es el ciclo renovador de la primavera, en el que ya giramos. No solo renace la tierra y florecen las plantas, también el espíritu reverdece tras la promesa de la vida eterna.
Si nosotros dejamos que sea así, claro está. Si permitimos que se cierre el ciclo una vez más, porque no se lo estamos poniendo fácil a la naturaleza. Y ahora hablo de algo muy terrenal: de la producción de alimentos, tanto de origen animal como vegetal. Y les voy a contar la historia desde el principio porque hablamos de la primera de las culturas, de la agricultura, de esa ciencia que nos mantiene con vida, dotándonos del alimento cotidiano. Y ¡cómo no! también de la ganadería, que ambas caminan necesariamente asociadas en su historia y en nuestra alimentación habitual. Para ello voy a desentrañar mi argumento ya: la homogeneidad de cultivos y la desaparición de especies diferentes de cada uno de los productos animales y vegetales nos está arrojando al filo de un peligroso precipicio. Nos deja en desequilibrio, que no puede haber peor posición en la vida ni en la historia.
Tenemos escasez de variedades, sencillamente. Nuestro globalizado sistema alimentario adolece de escasa variación en la producción de alimentos. Muchas variedades se están perdiendo, algunas ya lo han hecho irremisiblemente. Les pongo algún ejemplo en nuestro propio país: de los famosos peros de Ronda apenas quedan un puñado de árboles, –yo, en lo personal, los añoro–. Las calabazas de Mallorca son otro de esos productos que se nos escapan; y el maíz cuervo, una variedad de maíz negro de Galicia también lleva ese camino.
Seguro que muchos de ustedes conocerán al menos un par de esos productos que tenían sabor, personalidad y daban forma a platos tradicionales. Y el problema es más complejo que la pérdida de algún producto aislado porque, por una parte, muchos de los defensores de la protección de este importante patrimonio están altamente ideologizados, cosa que es incomprensible, porque el interés en su salvaguarda es de todos. Eso complica las cosas, créanme, porque lo mezclan todo en un batiburrillo incomprensible. Por otra parte, se hace muy difícil rescatar estas variedades porque no encajan en los canales comerciales. La cuestión es que son justamente esos productos los que pueden salvar la alimentación mediante un mecanismo muy simple y que ya proporciona la naturaleza con su indómita inteligencia que es, sencillamente, la diversidad genética.
Fíjense, los tomates que conocieron los españoles en el antiguo imperio mexicano eran de tamaño más pequeño que los actuales, y su color variaba entre el verde y el amarillo hasta naranja, sin llegar al rojo intenso actual. Han llegado a existir hasta 10.000 variedades de tomates, muchas de ellas perdidas en la actualidad. La preocupación de los últimos cien años por conseguir plantas más resistentes a enfermedades y plagas, plantas más productivas y atractivas en los mercados, nos ha llevado al cultivo de un puñado –con suerte– de variedades.
Esto significa que la aparición de un hongo, o el desarrollo de una epidemia en una de esas variedades más producidas –y consumidas– nos puede dejar desabastecidos directamente, sin ese producto y con un grave problema social. No quiero ser agorera, pero esto ya ha ocurrido: pasó con la gran Hambruna irlandesa, provocada por la excesiva dependencia de un tipo de patata en esta sociedad, y que se produjo entre 1845 y 1849.
Como la población dependía casi exclusivamente de esta patata para comer, ante una plaga de mildiú y la pérdida de las cosechas, esa base alimentaria se desestabilizó, porque no se sustentaba en otros productos. Los resultados fueron la emigración de algo más de un millón de irlandeses y el fallecimiento de aproximadamente otro millón de personas. Un desastre. Pero una catástrofe de la que extraer conclusiones lúcidas y oportunas.
La historia nos muestra cómo no se deben hacer las cosas, aunque seguimos siendo alarmantemente tercos. Prever una situación similar, algo que puede darse con facilidad, o más bien, que se dará antes o después, es sencillo: promovamos el cultivo y consumo de distintas variedades de un mismo producto en el contexto de una dieta equilibrada. Hoy no falta de nada en ningún supermercado, y podemos consumir a un precio asequible productos exóticos o que antes formaban parte de una alimentación de lujo. Es decir, disfrutamos de una dieta más variada, pero con numerosos peligros acechando alrededor.
Uno de estos es la homogeneidad, lo que significa, además, la pérdida de patrimonio alimentario. Vaya, en pocas palabras, que además de productos se nos escapan las recetas de las abuelas, las que significaban algo en otra generación, esas preparaciones en las que se reflejaba nuestra cultura, nuestros productos, nuestra historia. Todo converge, observen, y la homogeneidad en el cultivo de los alimentos, la monotonía en la cultura alimentaria y la redundancia de recetas que vuelan por todo el mundo atrapadas en las redes sociales, todas aburridamente similares, son factores que nos conducen hacia un panorama poco halagüeño.
Pero ya lo sabemos, sabemos qué puede pasar e, incluso, cómo puede pasar. Ahora el consumidor puede exigir productos variados. Hagámoslo. Ahora el consumidor puede impulsar campañas de rescate de productos autóctonos con escasa producción. Hagámoslo. Ahora, el consumidor puede volver los ojos hacia la cocina tradicional. Cocinen o coman cosas cocinadas de verdad, busquen el recetario de toda la vida y coman bien, esta es la revolución del s. XXI.