Muchos cushitas y algún despropósito
Me proponía después de dar un paseo por la feria de Sevilla, y antes de escribir mi columna del sábado, no hablar de los ministros innombrables que atacan la ganadería española, pero que aprovechan para atracarse de jamón en cualquier esquina en la que les inviten, renegando de esos extraños principios en un bucle absurdo. Así que dicho esto, que es justo de lo que no quería hablar, camino hacia un hermoso pasado, en un salto casi imposible hacia Kush, una de las civilizaciones menos conocida y más interesante, aunque precisamente quizás por esto mismo, verdaderamente fabulosa.
Los kushitas, también conocidos como nubios o etíopes, fueron una antigua civilización, las gentes del rostro quemado, como les llamaron griegos y romanos. Y dieron forma a un pueblo que vivió entre la primera y la sexta catarata, en pleno alto Egipto, en el actual Sudán.
En el entorno de Méroe, su capital, desarrollaron una arquitectura especial: unas singulares pirámides, más pequeñas que las egipcias, pero muy numerosas y más recogidas y estrechas. Las ciudades estaban protegidas por murallas, y las casas construidas en adobe, un material que habla del extraordinario conocimiento del mundo antiguo para extraer el mejor partido del entorno. Las viviendas más ricas, los palacios y los templos, estaban cubiertos de frescos y pinturas, sitios como las ruinas de Méroe, el templo de Aksha o el de Buhén son algunos de los exóticos enclaves que aún se pueden visitar.
Aquel es un mundo singular, no apto para pusilánimes, en el que todo está cubierto por una arena roja y abrasadora… un desierto en la máxima expresión del término, que es casi cinematográfico, en el que no extraña que los cuerpos se momificaran casi de forma natural, por la extrema sequedad de aquella tierra. Un lugar en el que el tiempo se detiene, uno de esos sitios dotados de una extraña magia.
Pues bien, en mitad de aquel desierto, una vez hubo baños reales, termas, jardines y, claro, zonas de cultivo. Nada de ello por casualidad. De nuevo el río más extraordinario del planeta, el único cuyo cauce va de norte a sur, era el eje de fertilidad de una civilización, de su riqueza y su supervivencia. El gran Nilo.
La cocina vegetal de los cushitas
Los cushitas, como los egipcios del norte, obtuvieron todas las posibilidades de su territorio y de su río. Desde luego tenían pozos, y extraían el agua con el shaduf, que conocemos en España como cigoñal, una máquina sencilla que se maneja con mucha facilidad, y que está compuesta por una palanca con dos brazos de diferente extensión. Pero, sobre todo, los cushitas contaban con esas aguas del Nilo en cuyos ricos márgenes se podía cultivar, exactamente igual que al norte, como sucedía en el gran Egipto. Así que muchos cushitas eran granjeros y aprovechaban los fértiles lodos para cultivar sus semillas. De nuevo, el Nilo era el río de la vida.
Su principal cultivo era el sorgo, una gramínea muy bien adaptada a aquellas duras temperaturas; además tenían bonitas vajillas de cerámica en las que servir sus alimentos, comían dátiles y bebían su exótico embriagador licor, que sigue tomándose en la actualidad (y les aseguro que sigue achispando igual que hace tres mil años). Como también cultivaban trigo, y este era como ahora, la base de la alimentación, elaboraban esas ricas tortas que todavía se siguen comiendo en cualquier esquina de Egipto por un precio irrisorio. Son irregulares y flexibles, pero sirven para rellenarlas de cualquier cosa y además se mantienen bien durante bastantes días. La cocina cushita era principalmente vegetal, especiada con aromáticas intensas, en unas mezclas algo enloquecedoras y sublimes y muy sorprendentes para el occidental (menta y comino; sésamo y cilantro; garbanzos tostados y molidos e hinojo; alcaravea y dátiles secos). El pescado era otra de las bases de una alimentación que se basaba en las posibilidades del entorno. Se preparaba de formas sencillas, asándolo o cociéndolo, siempre bien pasado, como actualmente, y se acompañaba de verduras guisadas con infinito cuidado y paciencia, también posiblemente con granos de trigo salteado y tostado y bien especiado.
Copiando a los egipcios
Los cushitas habían absorbido la cultura egipcia y tenían un gran interés en ser aceptados por estos. Además, mantenían estrechas relaciones comerciales con ellos, ya que tenían algo que a los egipcios del norte les interesaba mucho: disponían de metales, pero en especial de oro. Así que los cushitas no lo dudaron, y copiaron las pirámides, adaptándolas a sus necesidades, repitieron los sistemas funerarios, la escritura jeroglífica y hasta la moda egipcia. Vestían con frescas túnicas de lino los hombres, mientras que las mujeres se cubrían con faldas largas, y se adornaban con innumerables pulseras, collares y pendientes, todo ello de factura alegre y colorida. También usaban para el vestido la lana de oveja, porque los cushitas eran pastores de cabras y ovejas. Así que los lácteos, el queso y la propia leche era otra de las bases de su alimentación. También la sangre de sus animales se consumía, y a veces, pocas, comían algo de carne de sus propios ganados, pero es bien sabido que los pastores no deben comerse a sus rebaños, o pronto desaparecen unos y otros. Sin embargo, sí consumían algunos alimentos que les regalaba el entorno, por ejemplo, los estupendos huevos de avestruz.
Tenían una rareza alimentaria, y es que, aunque sí conocían el cerdo, no lo comían porque creían que transmitía la lepra. En cualquier caso, el consumo de cerdo ha presentado un conflicto tan vivo entre porcinófilos y porcinófobos, que casi no extraña.
Un atardecer cualquiera entre aquellas arenas rojas, con una brisa ardiente que lo reseca todo, entre el silencio de las extrañas pirámides y el aroma de los platos sencillos y exóticos, hace que uno se pregunte qué cosas importan de verdad. Y mira al Nilo, y observa la agricultura extraordinaria, los pescados y los quesos. Y espera que le sirvan la cena.