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La Reina Isabel II, horas antes del inicio de su Jubileo de Platino

Gastronomía

Una reina frugal y volcada con los alimentos y la tradición británica

Se cuidaba mucho, aunque tenía sus preferencias y sus manías

Es emocionante ver el afecto que los británicos tienen a su monarquía, que durante casi 71 años ha representado la Reina Isabel II, una mujer entregada a sus obligaciones y con una actividad que solo ha decaído con su muerte. Isabel II no nació como heredera a la corona, sino con la mayor libertad de una niña de la familia real sin más expectativas. Pero la vida cambió su rumbo y les condujo, primero a su padre y después a ella, a la compleja vida de las obligaciones de un monarca que, además de ocupar la jefatura de Estado, fueron la cabeza de la iglesia anglicana.

Pero como todos los seres humanos, la Reina Isabel comía cada día, varias veces, desde luego, y a su gusto, a ser posible. Se cuidaba mucho, tenía sus preferencias y sus manías, como todos a la hora de comer. Aficionada al aire libre, a los caballos, a los perros y a la vida campestre en sus residencias de descanso, sus gustos en la mesa hacían honor a esta inclinación, y por lo general prefería platos sencillos. Aunque tampoco le disgustaba alegrar el aperitivo, como la reina madre hacía con la ginebra, un cóctel Dubonnet. En realidad, es similar a la ya anticuada pero buenísima «media combinación» (ginebra y vermú, quizás unas gotas de angostura). El Dubonnet consiste en una combinación a partes iguales de ginebra y Dubonnet Rouge, un vermú francés. Antes de las comidas abre el apetito y mejora el humor.

Pero retomemos las cosas sencillas y vayamos al desayuno, que empezaba con un reconfortante té, de marca inglesa, claro, Twinnings. Y no una variedad cualquiera, sino el clásico de desayuno, el Earl Gray Tea, que es un té negro perfumado con algo de bergamota, fuerte y popular, que ella tomaba sin azúcar y acompañado de leche. Lo acompañaba de unos cereales comerciales, entre los que se encuentra la avena, acompañados de frutas, y quizás alguna tostada con mermelada. Aunque si iba a tener un día muy agitado, prefería huevos revueltos con salmón ahumado. Y algunas galletas de chocolate.

La comida, al estilo inglés, la hacía temprano y consistía en pollo o pescado a la plancha, siempre preparados de alguna forma sencilla. Le gustaban los lenguados de Dover, salteados con mantequilla y limón, al estilo francés más tradicional, y acompañados de espinacas o calabacín. También era asidua del pollo asado o a la plancha acompañado de ensalada. Aunque entre sus menús preferidos ganaba el salmón escocés a la plancha, guarnecido igualmente con verdura.

Pero también tenía sus noes, así que jamás comía ajo, en ninguna circunstancia; ni patatas, arroz o pan en la cena y prefería las rodajas de roast beef del principio y del final (son las más sabrosas, aunque siempre están pasadas de punto), antes que las lonchas interiores, más jugosas y sonrosadas.

Por la tarde no perdonaba el ritual del té, y tenía fama de golosa. Que comenzaba con el mismo té acompañado de algún pastel de chocolate, al que era verdaderamente adicta. En todas sus formas, el chocolate era su perdición, siempre negro, por supuesto, como es regla para los auténticos chocoadictos. Aunque también le gustaba la repostería tradicional, los scones, el pastel de té (de Earl Grey, de nuevo, por supuesto). Sin embargo, lo que jamás perdonaba eran los sándwiches clásicos de pepino y crema de queso, sus preferidos. Aunque sin lugar a duda, los «Jam Pennies» fueron los que le han acompañado toda su vida, desde su infancia. Son unos sándwiches de mantequilla y mermelada de fresas de Escocia, que se hacía en las cocinas reales con las fresas de cultivo ecológico. Y, lo mejor de todo, cortados en pequeños círculos del tamaño de uno de los antiguos peniques ingleses. Estos sándwiches los tomaba desde que era una niña y seguramente reconfortaron muchos momentos a la hora de té durante toda su vida.

Las cenas eran igualmente sencillas: algo de carne y verduras cocinadas al vapor o a la plancha. De postre le gustaban los melocotones y las fresas. Siempre tuvo gustos frugales y fama de comer platos muy saludables, así que platos como los huevos escalfados, las sopas de verduras (en especial de espárragos), y algunas golosinas algo más elaboradas como el Summer Pudding (un típico pudding inglés frio con moras, grosellas y frambuesas) o los soufflés helados de praliné hacían sus delicias.

Cada día, el cocinero jefe le presentaba los posibles menús, y ella elegía, al fin y al cabo, podía hacerlo tras una vida dedicada a su cometido real. Esa era la parte privada, pero en las comidas oficiales, cuando no era posible elegir, siempre era exquisita con las cantidades, cuidaba mucho su salud.

La recordaremos como «la Reina Isabel», casi como si fuera un poco de todos, y no solo de su pueblo. Añoraremos sus faldas escocesas haciendo honor a la tierra que amó y en la que finalmente murió. Y evocaremos su apego a las tradiciones en la mesa y al estilo británico más estricto. Ha hecho historia. Jamás dejó de consumir productos británicos, de conservar unas tradiciones seculares en la mesa y de mantener una entereza admirable en los momentos difíciles.