Gastronomía
Aroma a tomillo
Un átomo de nostalgia al ver y oler ese tarro etiquetado
Hoy he encontrado un tarro de tomillo antiguo. El tomillo, envejecido, aún olía, como el recuerdo fehaciente de que aún ciertas cosas permanecen vivas. Estaba etiquetado con la letra de una persona muy querida por mí. Y me ha invadido una nostalgia repleta de fantasmas de otro tiempo, aquel en el que todo era mucho más amable y sencillo. Aquel grácil tiempo de la infancia, soleado y feliz.
En estos tiempos que corren, confusos, en los que las verdades hay que decirlas con cuidado porque muchos se sienten fácilmente ofendidos, o hieren a una de esas minúsculas minorías con altavoz, hablar llanamente de una de las cosas sencillas y hermosas de la vida se convierte casi en un deporte de riesgo. Hoy voy a hacer una de esas cosas, correré mi riesgo y les hablaré de la tata.
Era una mujer navarra, recia, íntegra, honesta, buena, trabajadora y con más poder incluso que las abuelas, lo que ya era bastante complejo. La tata fue toda su vida una institución, querida, apreciada, cuidada y tratada como parte de la familia, porque lo era. No solo por la familia estricta, sino por todos los parientes, amigos y personas relacionadas con la familia que entonces era más extensa y amplia que ahora. Y no fue la única, hubo muchas de estas mujeres, verdaderas líderes domésticas que eran más que gobernantas o cocineras, siempre más que valiosas ayudas en las casas en el s. XX.
La tata vivía feliz y enérgica, enseñaba principios, cocina, organización doméstica, economía y sensatez. Alrededor de ella giraban muchas cosas importantes. Escuchaba a los mayores, cuidaba a los niños y se ocupaba de una troupe de gente que convivía en una casa en la que muchas personas trabajaban y otras tantas eran bien recibidas. Desde luego, eran otros tiempos, como no. Pero si me permiten ese átomo de nostalgia al ver y oler ese tarro etiquetado con el nombre «tomillo», con su letra aguda, equilibrada y pequeña, la he recordado con tanto cariño y agradecimiento que pensé que era muy merecedora de estas pocas letras que honren su memoria.
Impecable vistiendo con sus preciosos delantales adornados con encajes sobrios, adusta y frugal, de mirada limpia y ademán regañón constante, escondía un corazón navarro que era un tesoro. En medio de una refriega podía reírse y dejarte sin aliento. Era una gran cocinera, guiaba una cocina en la que era capaz de hacer un menú francés para un cóctel o sencillas «patatas a la importancia» o «lengua en escarlata» –plato odiado por los niños y recordado siempre–. Es difícil decir qué no se aprende de una persona apegada a la realidad, a las cosas bien hechas y a aquello que se decía entonces con el dedo levantado: «bien está lo que bien parece».
Supo tratar con elegancia a las ovejas negras, cocinar con cariño para todos, enseñar que no hay desmayo a la hora de batir un helado a la antigua ¡a mano y sobre hielo! O de montar merengues de la misma forma; ni mimo suficiente para afinar hasta el extremo la gustosísima masa de las croquetas. Tenía claro que las recetas francesas casi siempre requerían algún toque a la española. Y que las recetas españolas se podían hacer mejor, presentar mejor y saber mejor. Dio una lección de buen hacer en la cocina, pero, sobre todo, en el corazón de los que la conocimos.
Ese tomillo de su tierra, perdido en un cajón durante muchos años y que aún mantiene el aroma, es la evidencia de cómo algunas personas ahuecan un pedacito de nuestros corazones, en donde se mantienen para siempre. Gracias.