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Todas las setas agradecen un trato sencillo, su sabor sobresale más y mejor cuanto menos se tratan

Gastronomía

Temporada de setas: sus propiedades y los riesgos de tomarlas crudas

Ennoblecen cualquier plato, y aunque nos hemos acostumbrado a disfrutar de muchas de ellas todo el año, el perfume de las setas frescas en plena temporada es incomparable

Entramos de pleno en días más cortos, también más húmedos, a pesar de que tanta falta hace la lluvia tranquila e inmensa. Huele diferente ¿lo notan? Hay un olor a otoño, a hojas caídas, a tierra y a frescor. También la castañera ayuda a configurar ese aroma especial. La lana sustituye al algodón y las tardes son cortas. Es el maravilloso y reconfortante otoño.

Cuando aparecen las primeras setas en la dehesa, preciosas y peligrosas muchas de ellas, es el signo de que se encontrarán frescas en los mercados. Ayer compré setas por montones, tenían –cosa rara– un buen precio y estaban frescas, bien empaquetadas y turgentes. Unas enormes setas de cardo, cárnicas y suculentas, avellanadas y sinuosas, que se pueden tomar como si fueran carne, con guarnición, porque merecen un buenísimo trato y pequeñas porciones de mantequilla fresca para realzar su aroma. En este caso, unas patatas pochadas con cebollino y restos de perdiz en escabeche serán la guarnición de la gran dama.

También me hice con unas setas shimeji, esas que vienen agrupadas y que tienen cabezuelas pequeñas; solo hay que retirar el pie y se pueden cocinar fácilmente. Las uso para enriquecer una salsa, que en este caso es de caza. Una buena pieza de venado, carne noble y deliciosa que mejora con el buen trato. También me gustan las shimeji en un plato de verdura, les dan profundidad y acrecientan el sabor del plato, que puede ser del tipo escalivada, por ejemplo. Y son deliciosas en una sopa, porque el calor mejora muchísimo el sabor de estas setas, y quedan con una textura gozosa.

Unos champiñones gigantes para rellenar fueron la siguiente elección; todo bien picado dentro de la cabeza, sus propios pies salteados con cebolleta fresca y salmón. También me gusta añadir al relleno otro tipo de seta, quizás un par de shiitake, porque contrastan las texturas y suman los sabores. Por supuesto, nada de queso, ya sé que se ha puesto de moda, pero creo que estropea la textura de la seta, dejándola chiclosa y sin carácter, húmedas y gruesas como insoportables hamburguesas.

La cuarta elección fue la que más me gustó, y verán porqué. Se trata de unas cantharella, los rebozuelos de toda la vida, nada extraordinario ni especial, pero... El resto de setas provenían de impecables cultivadores, estaban limpias, frescas y con una apariencia exquisita. Sin embargo, estas pequeñas cantharellas aparecían en la bandeja con hojas de roble, algún tallo de helecho silvestre y acículas de pino. Cuando abrí la cajita, al llegar a casa, invadió la cocina un aroma indescriptible, a fresco, a bosque, a cosa viva. Y con infinita paciencia y agrado me dispuse a retirar todas estas diminutas cosas que no podía incorporar a ningún plato. Dejé todo aquello a un lado y las setas al otro, pensando cómo iba a cocinarlas. Es raro, pero no había planes para ellas, fueron un encuentro casual. Pensé en las personas que las habían recolectado a mano, en cómo serían, en qué pensarían mientras las recogían.

En realidad, todas las setas agradecen un trato sencillo, su sabor sobresale más y mejor cuanto menos se tratan (claro, si son buenas). Nada de complementos fuertes ni picantes, que hacen que se pierdan todos los sutiles aromas. Aunque el aceite de oliva virgen extra es indispensable para casi todo, aquí gana una mantequilla fresca para saltear. Unas avellanas troceadas y un poco de cebolla dulce hicieron el resto, en un salteado breve de las cantharellas. También preparé una base neutra, sobre la que desarrollar todo su aroma, una buenísima pasta fresca cocida al dente, como un coqueto nido sobre el que servir el delicado conjunto. Espolvorear de ajedrea y servir recién hecho. Se acompaña de una bonita copa de cristal servida hasta la mitad de vino oloroso. Y no se necesita nada más para un plato magnífico, sencillo y de temporada.

Las setas ennoblecen cualquier plato, y aunque nos hemos acostumbrado a disfrutar de muchas de ellas todo el año, el perfume de las setas frescas en plena temporada es incomparable. Aunque confieso que jamás me he atrevido a cogerlas personalmente, me ha parecido un riesgo innecesario.

Por otro lado, a veces también se sirven crudas. Y aunque algunas de ellas se pueden comer así, en realidad muchas tienen compuestos tóxicos que se inactivan con una sencilla cocción, un toque de plancha o un salteado breve. El bendito fuego que nos ha traído la cocina, la civilización, la seguridad, la salud y el sabor. Los más técnicos dirán que el umami es el que me priva si me gustan tanto las setas, y es cierto, porque estas setas, de la gran familia de los hongos, que no son plantas ni animales y que pertenecen a un mágico reino propio, presentan unas características organolépticas singulares. En su temporada alta están exuberantes y delicadas a la vez, son gustosas y con ese sabor complejo a tierra y frutos secos.

Mientras disfruto de su preparación, las miro, las huelo y las pruebo, pienso en la otra esquina de Europa, donde hay tantas personas sufriendo una guerra injusta y cruel. Donde hay gente sin casa, sin familia y sin tierra. Donde nos estamos jugando tanto todos. Las lágrimas acompañan a las setas. No nos podemos acostumbrar a la guerra. Europa no debe habituarse a que su parte oriental esté sufriendo de esta forma, poniendo en peligro una forma de vida como la nuestra, la de todos. De esta civilización que es capaz de gozar de cosas simples como es una tarde para cocinar setas.