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La única civilización que no se ha ceñido a un patrón de creación-decadencia es la judía

Gastronomía

¿Qué comen los judíos y qué significa?

La alimentación cimienta, une y proporciona los mimbres de la continuidad y de la permanencia

Todas las civilizaciones viven un proceso de nacimiento, apogeo y destrucción, por el que de igual forma transcurre su ciclo cultural y por supuesto su alimentación. Según el historiador Arnold J. Toynbee, las civilizaciones tienen una génesis, un crecimiento y un colapso. Y finalmente se desintegran.

No hay más que mirar alrededor: cuando una civilización no es capaz de responder ante un desafío que plantea la historia, comienza su decadencia. Y así, griegos y romanos, egipcios y babilonios, mayas y aztecas, vivieron los inicios de ese ciclo esperanzador, el brillante esplendor de la madurez y después la decrepitud encaminada hacia un inevitable fin. Es cierto que las culturas no terminan de morir si permanece de ellas algo valioso, y así la agricultura de Mesopotamia, los sistemas hidráulicos babilonios, la red de carreteras (y comunicaciones) romanas, el latín, el aprovechamiento del cacao o el desarrollo de las bases de la cocina mediterránea, forman parte de esa herencia que se nos ha ido enriqueciendo a través del tiempo y que proviene de innumerables puntos de la tierra.

Hay, entre todas ellas, una cultura milenaria en la que se funden aspectos religiosos y sociales, compleja, intrincada y delicada, se trata de la cultura judía. Que es la única que no se ha ceñido a ese patrón de creación-decadencia. Quizás por que representa más una forma de vivir y de creer, lo que la capacita para sobrevivir sin necesidad de arquitectura o de grandes ciudades (a pesar de la santa Jerusalén), y que es independiente de estructuras y de arte. Independientemente de que se manifieste también a través del urbanismo o los monumentos cuando estos existen. Los judíos han vivido dispersos desde sus orígenes, viviendo en cualquier parte del Mediterráneo primero y después en toda Europa y en el mundo. Ese cosmopolitismo y su capacidad de supervivencia han conseguido el resto.

Cuatro mil años desde los tiempos de los patriarcas, cuatro mil años de prácticas religiosas y de Shabat ininterrumpidos; cuatro mil años de platos tradicionales preparados mediante una reglamentación estricta y ordenada. Cuatro mil años en los que cada semana, el crepúsculo de los viernes es la señal para el descanso y la oración. Para todos, inequívocamente. El momento de la comida es cuando se narran las historias que les proporcionan esa frágil argamasa que se convierte en una sólida ligazón, y que son los modelos que se repiten a los niños una y otra vez: una historia que no por conocida deja de palpitar ni un átomo menos.

Una mesa y una plegaria, un pan matzá y un poco de aceite de oliva. Una cultura que ha sabido sobrevivir gracias a cuestiones primordiales, pero tan importantes como lo son una forma de comer y una forma de creer. Quizás sea lo único necesario para vivir con coherencia. La cultura judía es todo un modelo para la reflexión, ya que es la única en toda la historia que continúa practicando idénticas pautas, fiel a sí misma en cualquier territorio y en cualquier tiempo. Una espléndida alegoría de la continuidad en la historia. Y un modelo de cómo la alimentación cimienta, une y proporciona los mimbres de la continuidad y de la permanencia, algo tan necesario en estos tiempos locos del s. XXI.