Así se podría haber evitado la polémica de la Última cena en los Juegos Olímpicos
Estremecedores las otras comparsas sin rostro que vimos a lo largo de la ceremonia, inquietante la cabalgada del caballo metálico como jinete del apocalipsis sin rumbo
Sorprendente, por elegir un adjetivo entre los muchos que podrían definir la presentación de los JJOO 2024. Aburrido en primera instancia, largo hasta causar hastío en el espectador. Innoble en el concepto de exaltación de los asesinatos de los guillotinados en la terrible Revolución. Indigno en la vulgaridad de esos seres que marcharon en un horrendo desfile en el que la carencia de armonía, de belleza o de exquisitez fue la norma. Y de sus figurantes ni es necesario hablar, porque modelos no eran.
Estremecedores las otras comparsas sin rostro que vimos a lo largo de la ceremonia, inquietante la cabalgada del caballo metálico como jinete del apocalipsis sin rumbo.
Podrían haberse dado muchas otras cosas en esta inauguración. Podrían haber exhibido calidad, historia, categoría, excelencia. Podría haber sido alta costura, historia, literatura ¡o todo a la vez! de la Canción de Roldán a Perrault, de Chrétien de Troyes a Dumas, de Rabelais a Descartes, Racine o Corneille, Moliere, Zola o Montesquieu. Incluso Verne, Proust, Camus o Balzac, Stendhal, Flaubert o Verlaine entre los elegidos de la musa. Podría haber sido arte, desde Manet a David, Pisarro o Ingres, Delacroix, Courbert o Degas, Monet o Renoir. Pero eligieron vulgaridad y ofensa contra su propia historia.
Y podría haber sido gastronomía, desde la baguette, declarada patrimonio inmaterial de la Humanidad, hasta los quesos, los vinos, la producción hortícola y los patés. Los rillettes, el foie y las ocas y patos habrían sido estupendos representantes. Y sus platos, ¿Qué tal un buen cassoulet, una sopa de cebolla, un croissant, un boeuf bourgignon o una ratatouille? También sus cocineros, grandes en la historia de la gastronomía, habrían hecho, aún fallecidos, un excelente papel, de Guillaume Tirel a Vatel, de Carême a La Varenne, Escoffier o Soyer. En fin, había, había mucho de lo que tirar sin necesidad de esperpentos, figuraciones y vulgares chanzas sobre la Última Cena, con invitados gordos, chabacanos en una exhibición sorprendente de tosquedad. Inoportunos.
Sin embargo, la clave es otra, y más allá de la zafiedad, pregúntense porqué esta exhibición de vulgaridad, homosexualidad y perversión infantil. Pregúntense porqué se ataca la religión que ha contribuido a formar Europa y a ninguna otra ¿Pero, por qué había que atacar a ninguna religión en un entorno deportivo? Pregúntense porque la inundación de la palabra aborto en unos Juegos Olímpicos.
Las civilizaciones casi nunca caen solamente por causas externas, el mal suele estar en su interior, y las circunstancias siempre están a la vista de todos. Y estos Juegos Olímpicos, en los que no se ha hecho exhibición de deporte, de buena alimentación, de salud ni de hábitos vitales propios de la excelencia son una demostración de lo que hay en el corazón de Europa. Tampoco se ha hecho mención del esfuerzo, voluntad o frugalidad de los deportistas, de una vida estricta y repleta de coraje. Todo ello es una evidente demostración de cómo la necedad humana es capaz de la autodestrucción, de la decadencia de un país.
Céline Dion puso un exquisito final a tanta majadería. Fue una alegría oír su magnífica voz y recordar a Edith Piaf en su himno al amor. Podrían haber hecho muchas otras cosas, muchas.