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Observamos la desidia en el medio rural, la dejadez de los montes y el abandono, que propician incendios destructores de inmensos parajesGTRES

Gastronomía

Jugando a la ruleta rusa, entre el hambre y el CO2

Corromper el patrimonio alimentario es como prohibir hablar una lengua

Hace algunos años, entre las grandes preocupaciones internacionales estaba el hambre en el mundo. ¿Quién no recuerda a los niños de Biafra, una región de la actual Nigeria? Hoy, otras zonas padecen esta lacra, y la FAO llama la atención sobre los países que sufren este mal, poniendo el dedo en Cuba, Venezuela, Burkina Faso, Burundi, Eritrea y Etiopía o Mozambique, que encabezan la terrible lista del hambre. Hay casi mil millones de seres humanos desnutridos, una cifra brutal que conmueve el espíritu y, si no convoca a la compasión y a la acción, es que algo nos está pasando.

Desgraciadamente, los dos primeros, Cuba y Venezuela, no están padeciendo este desastre por carencia en la formación de sus habitantes, de buenas posibilidades, de experiencia agrícola o industrial, ni siquiera por falta de capacidad económica, sino por la ineptitud y corrupción de sus infaustos liderazgos.

Pero la sombra del desapego a estas poblaciones que sufren es cuestión de más autores, dispersos entre diferentes instituciones, y detrás de ellas. Que han impulsado a una actitud de tibieza con respecto a la alimentación de la población mundial y que, por cierto, lo han conseguido. Este hipócrita y mentiroso metaverso en el que vivimos nos ha conducido a dejar atrás a las personas, a doblegar la moral en aras de una corrección estúpida y artificiosa.

Es necesario volver a la vida real, que llama a la puerta y apelará con más fuerza como no la atendamos como corresponde. El riesgo de perderse entre frufrús de intencionada inoperancia, ignorancia e incompetencia puede tener un final terrible. Y ese lo pagan primero los más frágiles, pero tras ellos, los demás abonaremos nuestra cuota.

La aparente gran preocupación hoy, con la que distraen nuestra atención es la reducción de las emisiones de CO2, a la vez que la humanidad se ha extraviado entre ecologismos de salón. ¡Ojo! cuidar, respetar y proteger la tierra es una actitud noble y necesaria siempre que no sea una actividad interesada en busca de otros fines. Pero, en el otro lado, esos millones de seres humanos, y la ayuda que se les presta es insuficiente. Porque son tan pobres, tan inermes y están tan desatendidos que no son ni capaces de convocar nuestra orgullosa y soberbia atención.

¿Vivimos en un mundo en peligro? ¿O solo creemos que lo hacemos? ¿Es esta una preocupación de todos los seres humanos de todos los tiempos? Mary Douglas y Aaron Wildavsky, en su obra Risk and Culture: An Essay on the Selection of Technological and Enviromental Dangers, hacían referencia explícita a este problema, que ya observaron cómo avanzaba a principios de los años 80. El riesgo es cultural y está forzado, y este es justamente el punto donde nos acometen con burdas justificaciones.

Así que la destrucción de presas, la llamada renaturalización y el cambio (radical) en la producción y consumo de alimentos son algunas de sus ocurrencias/planes para nosotros, para usted. Que pueden consultar fácilmente en la Agencia Europa del Medio Ambiente. En palabras de la agencia, en un apartado bajo el nombre «Cambio de los sistemas creados por el hombre», señalan: «Tenemos que cambiar radicalmente la forma en que producimos y consumimos alimentos». Es decir, la tierra, la mesa y hasta nosotros mismos, porque efectivamente, cada uno de nosotros somos lo que comemos.

Los intentos evidentes en promover ese cambio de alimentación no son casuales ni son modas, ya vemos como hay un interés indiscutible y explícito en ese cambio. Modificar un modelo cultural, que es el objetivo, requiere actuar en diferentes campos, y uno muy importante es la alimentación. No es baladí, porque afecta a la producción agroalimentaria, a la utilización de recursos y a una cultura que está imbricada en una filosofía, una moral y un sistema histórico, el europeo.

Se trata de lo que significa la alimentación, de la herencia histórica que nos aporta este patrimonio, de las referencias familiares que son las que proporcionan seguridad y raíces a los niños. Frente a una homogeneización pretendida, anodina, uniforme y sin riqueza cultural o de matices, que es desgraciadamente, la que se está imponiendo. Corromper el patrimonio alimentario es como prohibir hablar una lengua, con toda la riqueza que cada uno de ellos lleva consigo.

Se está tratando de provocar un cambio que, por otra parte, ni se define ni se explicita, pero se enmarca rotundamente en el adjetivo más utilizado últimamente: sostenible. Y mientras alertan sobre las emisiones de CO2 y culpabilizan a los ganaderos de todo mal, observamos la desidia en el medio rural, la dejadez de los montes y el abandono, que propician incendios destructores de inmensos parajes entre otros desastres.

Este interés por el cambio en los sistemas humanos, con aparentes altos fines, carece de un plan de acción, olvida a los más necesitados y aparta el hambre de sus objetivos. Para colmo, tampoco nos beneficia, porque las dificultades de la implantación de sus planes conducirán a que los agricultores y ganaderos naden en tantas dificultades que las materias primas subirán de precio, y probablemente se recorte la producción de alimentos en la UE. Ya son visibles los apuros que están sufriendo los productores en el día de hoy. Y de los precios ni hablamos.

Los trastornos y dificultades que esto puede suponer ahondarán la brecha entre grupos sociales, y mientras las instituciones se ocupan de quimeras, muchas personas seguirán padeciendo desnutrición. Así, la dejadez en lo relativo a lo humano es inmensa, porque no sólo es el hambre, ese abandono también representa falta de educación, de formación de los jóvenes y de apoyo a las sociedades y grupos más débiles. Porque educar, dar de comer, procurar un marco de desarrollo en los lugares donde esto ocurre, es proporcionar vida. Y estamos dejando atrás a los que lo necesitan.

Y mientras se entretienen en provocar en Occidente cambios gravísimos, o culpabilizarnos por el CO2, cada año mueren de hambre nueve millones de personas de los que seis son niños menores de cinco años. Niños menores de cinco años, seis millones al año. Y mientras esto sucede, tenemos a Greta gritando por su infancia y a una clac aplaudiendo. No es que el mundo se haya vuelto loco, es que hay intereses concretos tratando de hacer zozobrar el barco mientras ellos sobrevuelan en dron. Y no se esconden.

Cocinen ustedes mismos, y disfruten de sus recetas familiares. Enseñen a los niños a comer esos platos que llevan con ellos el maravilloso entresijo de nuestra cultura, de sus alimentos y de sus propias historias.