Los hijos miran donde quieren
A mi hijo, la tele, la publicidad y el famoseo no le han llamado la atención. Su atención ha sido atrapada por una cerveza a un desconocido. Un hecho insignificante, apenas perceptible en la oscuridad y el barullo de un partido
Intento escribir sobre lo que me llama, y que las portadas y los titulares, las conversaciones de corrillo, y los mentideros de la opinión vengan después. Siempre después, porque primero está lo que me llama la atención, y luego lo que me la secuestra. Y este fin de semana mi hijo me ha dado una pequeña lección: mientras los padres hacemos cosas, los hijos miran donde quieren.
Hemos hecho una excursión con un grupo de amigos a Navarredonda de Gredos, un lugar paradisíaco en medio de la Sierra de Gredos. Un valle verde regado por arroyos que inervan los bosques, pozas cristalinas, bloques de granito y una sensación alpina que sobrecoge el ánimo montañero. Un entorno ideal para cultivar la amistad, la educación y el alma.
A la vuelta en coche, mi hermana mayor que, como todas las hermanas mayores, tiene conmigo la amistad de los viejos conocidos, y el amor desapegado de las abuelas, se llevó a mi hijo mayor. Le preguntó qué le parecía que su padre «se saliese», que escribiese, diese charlas, publicase, y esas cosas que producen la admiración de los jóvenes adultos. Él le respondió que para él su padre «se salía», pero no por eso.
Somos llamados, somos puestos en movimiento por algo que anda por ahí fuera y que nos interpela
Le contó que el día del partido nos pasamos un buen rato colocando sofás y sillas en el salón del albergue que habíamos reservado para poder ver el partido de final de la Champions. Lo habíamos dispuesto todo con mucho mimo y esfuerzo para poder estar a gusto nosotros, y nos fuimos a cenar.
Cuando volvimos, el mejor sitio lo había ocupado un desconocido. Mi hijo le decía a su tía que esto le había enfadado mucho y que tenía ganas de echarle. ¿Con qué permiso se había puesto en medio, en la butaca central, sin ni siquiera preguntar? Era un extraño y no tenía derecho. Y entonces va su padre, se acerca, y en lugar de pedirle que devuelva el sitio, le ofrece una de las cervezas que teníamos en el cubo con hielos.
A mi hijo, la tele, la publicidad y el famoseo, no le han llamado la atención. Su atención ha sido atrapada por una cerveza a un desconocido. Un hecho insignificante, apenas perceptible en la oscuridad y el barullo de un partido de fútbol. Nuestros hijos miran donde quieren, nos miran todo el rato.
La atención es caprichosa y se centra donde le viene en gana. «Llamar la atención» es una expresión densa e inteligente. La atención no tiene la iniciativa, es como el paciente en la sala de espera, que es llamado cuando llega su turno. «Me ha llamado la atención», decimos. Somos llamados, somos puestos en movimiento por algo que anda por ahí fuera y que nos interpela. Esfuérzate todo lo que quieras, pero antes, un instante antes, siempre hay algo que te llama.
Yo no me hubiese enterado de nada si mi hermana no le hubiese llevado en coche y no le hubiese hecho esa pregunta hiperbólica de hermana mayor. Me hubiese ido satisfecho de compartir con mis hijos a mis amigos, de enseñarles la belleza de la montaña, el valor del esfuerzo de subir una pendiente, el gozo de bañarse en aguas vírgenes y la alegría de estar en familia. Es lo que me toca como padre.
Pero en verdad, lo que queda en ellos no me pertenece, puede que ni lo vea. Ellos miran donde quieren, y lo que les queda es su secreto, su tesoro. Mi responsabilidad como padre es, primero, vivir, y luego, mostrar. La de ellos mirar donde les lleve su atención, porque la vida es llamada.