Cuatro hombres y un paritorio, ¿ellos cómo lo viven?: «Me vieron pálido y escuché 'cuerpo a tierra'»
Nada más nacer su segundo hijo, la enfermera se lo entregó a Mario y le dejó unas palabras que no ha borrado de su memoria: «Pa´ ti pa´ siempre»
Se rompe la bolsa, empiezan las contracciones y lo que empezó un día cualquiera nueve meses antes acaba en un paritorio. Allí se dieron cita Jorge y Carmen un caluroso día de agosto, no porque fuesen médicos, sino porque les habían programado el parto. Pero la noche de antes, viendo el capítulo de Friends en el que Ross es padre por primera vez, ella rompió aguas. Se fueron al hospital y tras mucho, mucho, pero mucho esperar –en total el parto duró 18 horas–, el último empujón a Jorge se le pasó muy rápido, aunque para Carmen fueran muchos empujones más.
Mientras daba a luz, momento que casi se pierde por haber bajado a la cafetería a por un plato combinado, Jorge no miró todo el rato lo que ocurría entre las piernas de su mujer, no por no querer, sino porque estaba más ocupado agarrándole la mano. Aunque era pleno agosto, en quirófano hacía frío (por el aire acondicionado) y mientras Carmen empujaba, él pasó el rato sentado en una silla con una sábana que le dejaron para taparse. «En ese momento tenía dos niños de los que cuidar, nuestra hija y yo», relata entre risas.
Los padres también tienen depresión posparto
No todo fue mágico, ni rodado, ni tan especial como soñaban. Una enfermera les aguó un poco la fiesta y por la pandemia no podían recibir visitas. A la mañana siguiente, Jorge confiesa que se descubrió llorando de agobio por la responsabilidad, de no estar seguro de poder hacerlo bien o si era lo que realmente quería, porque los hombres también sufren episodios de depresión posparto.
La primera vez que padre e hija hicieron contacto visual fue nada más nacer, cuando se la iban a poner a su madre en el pecho. «La niña me miró, aunque no viese nada, pero me hizo ilusión», cuenta. Momentos más tarde, cuando le ofrecieron coger a la pequeña, recuerda que sintió miedo, pero la matrona se la puso en brazos, estando él sentado y desde entonces no la soltó.
Si oye paritorio, se marea
Muy distinta experiencia tuvo Ricardo, que no recomienda a otros padres que bajen al paritorio. De hecho, él lo hizo una vez, y con su segunda hija no repitió. «Lo vives con mucha inconsciencia. Estás muy preocupado por tu mujer y no sabes ni puedes hacer nada», cuenta.
Son las imágenes que quedaron grabadas en su mente lo que no le animaron a volver a ver nacer a nadie de nuevo. «La matrona me dijo que me acercase hasta donde ellos estaban y cuando estuve a su altura, me dijo: `Mira, que ya está fuera´». Solo vio la parte de arriba de la cabeza, pero fue suficiente. «Si me dices `paritorio´, todavía me mareo».
En lo alto del «potro de tortura»
Igual de mareado estuvo Carlos en el parto de su primera niña, o eso pensó la enfermera que gritó mientras Almudena empujaba con fuerza: «Cuerpo a tierra». Le había visto muy pálido y pensó que se había mareado, pero resultó que su piel era así de blanca. Cuatro años después había aprendido la lección cuando, a punto de nacer su segunda, empezó a ver puntos de colores. «Para que no tengáis que atender a dos ya me tumbo yo solo», le contestó a la matrona a la sorprendida pregunta de: «Pero, ¿qué hace?».
Pasó casi todo el tiempo a la cabeza de lo que llama el «potro de tortura», acompañando a su mujer para que estuviese más entretenida. Almudena pidió lo que muchas mujeres a sus maridos en el momento del parto: «Cariño, dame la mano». «No, que es una trampa», respondió él.
Carlos lo recuerda como algo bonito, aunque muy estresante también... Hubo momentos en que se sintió completamente impotente. «Lo único que podía hacer era estar quietecito portándome bien, pero a pesar de esos momentos no cambiaría el haber estado allí», cuenta.
Una partida de ping pong
Mario también se quedó quieto tras ver nacer a su segundo hijo, pero porque el estado de shock en el que quedó le hizo mirar el paritorio durante unos segundos como si fuera una partida de ping pong. Cuando nació su primogénita, por protocolo, no pudo bajar. Esperó fuera, saliendo a la calle y volviendo a entrar –entonces fumaba–, y a la vuelta de una de esas escapadas, vio salir a una mujer con un bulto en brazos, se lo tendió y cuando lo miró se vio a sí mismo. Pero no, era su hija.
Guille, su segundo, nació por cesárea. Una cortina de nylon le impidió ver el bisturí impactar contra el bajo vientre de Ángela, pero al final, ya con todo abierto, recuerda que una bolita sanguinolenta salió de su mujer. Ella estaba consciente, le habían puesto la epidural y no anestesia general, pero decidió no mirar hacia abajo. Mientras la cosían, la enfermera le tendió el niño a Mario y le dijo cuatro palabras que no ha olvidado: «Pa´ ti pa´ siempre».