Corresponsal en el paraíso
Sumba, el paraíso perdido de Ana Botín
Le espera el edén con una de las playas salvajes más bellas que pueda imaginar
No deja de ser curioso que el remoto lugar de vacaciones más especial para la presidenta del Banco Santander y su familia, del que seguramente guarden recuerdos imborrables de tantos veranos pasados en él lejos de los paparazzi, no pudiera ser adquirido con dinero. Ni con dólares, ni con euros ni siquiera con sacos llenos de billetes de rupias indonesias.
La mejor franja de tierra junto al mar de la lejana y mágica isla de Sumba, situada a medio camino entre Bali y Timor, fue comprada en 1988 por el estadounidense Claude Graves a golpe de búfalos. Sí, esos bóvidos con el mismo escaso nivel de glamour que las cabras de Capri, sirven en esta isla indonesia para infinidad de cosas diferentes, incluso como modo de pago en la era del bitcoin. ¡Mágica Sumba! A la más misteriosa, fascinante y desconocida de las grandes islas de Indonesia, llegó hace algo más de 25 años Claude Graves, un empresario norteamericano expatriado en Asia y apasionado del surf.
Recorría el mundo buscando la ola perfecta y un paraíso virgen con la intención de abrir en él un pequeño albergue para surfistas aventureros. Y lo encontró en un lugar perdido en el mapa, que por entonces no tenía ni siquiera aeropuerto, pero de una belleza extraordinaria, con perfectas olas de tubo y que parecía anclado en el tiempo, donde todavía se practicaba esporádicamente el canibalismo y otras prácticas poco «civilizadas», digamos. «Este es el sitio», se dijo. Cuando empezó a comprar los terrenos colindantes a su playa soñada, descubrió que en Sumba no se usaba dinero. La moneda de cambio eran los búfalos. Y así es como la adquirió.
Claude y Petra Graves dejaron de recorrer los cinco continentes con sus tablas y comenzaron allí su proyecto soñado, un pequeño resort sostenible y modesto, parte de cuyos beneficios iría destinados a la paupérrima población de la isla. Compraron 250 hectáreas junto a ese mar de olas perfectas y construyeron tan solo 12 cabañas siguiendo las técnicas tradicionales locales, hechas por los expertos artesanos isleños. No querían nada que se pareciera ni remotamente a la ya sobreexplotada isla de Bali. Y poco a poco, la noticia sobre su existencia se empezó a extender entre los apasionados del surf.
En 2012, cuando los Graves dejaron de estar algo atléticos para cabalgar olas y algo cansados para hacerse cargo de su pequeño paraíso llamado Nihiwatu, vendieron el resort al multimillonario norteamericano Chris Burch, que se asoció con el hotelero de origen sudafricano James McBride en este proyecto. El carismático y siempre amable McBride pulió sus cualidades hoteleras como director en el mítico Carlyle de Nueva York, donde se alojaba con frecuencia Burch y donde entablaron amistad.
Los nuevos estándares de calidad en el servicio y en la hospitalidad estaban más que asegurados con semejante tándem, pensó el fundador. También el espíritu de los fundadores. Con una potente inversión, se reformaron las 12 villas originales y se construyeron 9 más, manteniendo sus extraordinarias credenciales eco. Se comprometieron también a potenciar los proyectos sostenibles de la fundación creada por Graves, que sigue teniendo casa en la isla. La Fundación Sumba es todo un referente mundial en materia de compromiso social con el lugar donde se ubica: ha reducido la incidencia de la malaria en un 85%, ha excavado más de 200 pozos de agua, construido colegios y se encarga de la alimentación diaria de miles de niños de la isla.
Una isla pobre y realmente fascinante cuyas costumbres sigue atrayendo a los antropólogos. Y aunque ya no cortan cabezas y se han desterrado las prácticas caníbales, sus tradiciones son realmente singulares. Sus chozas y casas de teja son construcciones ancestrales y sus techos de paja son exageradamente altos. El motivo es porque los sumbaneses piensan que conviven con ellos las almas de sus antepasados: el último piso está construido para ellos. Sus famosos caballos salvajes son exageradamente pequeños y es maravilloso verles correr por las playas y nadar en sus aguas.
Hay dólmenes por doquier y todavía se construyen tumbas megalíticas. En sus ritos funerarios se sigue sacrificando animales para honrar al difunto, normalmente cerdos y búfalos. Su ceremonia más célebre es la Pasola, un combate tradicional de jinetes enfrentados con lanzas que buscan sangrar al adversario. Cuando su sangre cae sobre la tierra, puede empezar la cosecha. Típico ceremonial digno de un documental de La 2, digamos.
Y si sus costumbres son dignas de un documental, su belleza merece que sirva como modelo para algún paraíso del metaverso: playas de palmeras, aguas turquesas, piscinas naturales, colinas que parecen sacadas de la sabana africana, cascadas de agua en medio de la espesa vegetación… Poco a poco, la isla ha ido pasando de las revistas académicas de antropología a las de viajes (Nihi Sumba, como se llama ahora el hotel que pronto tendrá una propiedad hermana en Costa Rica, es considerado uno de los mejores resorts del mundo) y parece que su destino es de cuando en cuando aparecer en la prensa de celebridades.
En 2018, un miembro del mediático clan Kardashian-Jenner, Brody Jenner, privatizó Nihi Sumba para celebrar allí su boda. La isla, naturalmente, saltó a las páginas de la revista People y cabeceras similares de todo el mundo. Pese a este y algún que otro visitante archiconocido, como los Beckham, no parece que Nihi Sumba esté en peligro de perder esa extraordinaria discreción que hace que los apellidos del «old money» como los Hermes, Du Pont, Rothschild, Botín que huyen del papel cuche dejen de disfrutar de semejante paraíso.
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Nihi es uno de esos lugares mágicos por los que merece la pena romper la hucha del cerdito o en su defecto, pedir un pequeño crédito al Banco Santander –seguro que la Sra. Botín lo entiende–, para pasar unas vacaciones extraordinarias, bien en pareja, bien con amigos o en familia. Nihi es capaz de seducir a todos. Cerca lo que se dice cerca, no está. Tendrá que coger varios aviones hasta llegar al aeropuerto de Tambolaka.
No se asuste si después de haberse gastado un dineral en billetes, va al cuarto de baño del aeropuerto y encuentra un agujero en la tierra y un cubo de agua al lado. ¡Bienvenido a la Indonesia auténtica y por descubrir! ¿No era eso lo que buscaba? El superamable personal de Nihi le estará esperando en la puerta del aeropuerto con toallitas perfumadas y zumos, tranquilo. Todavía le quedan dos horas de viaje hasta llegar al paraíso, que realizará en un jeep descapotado de esos que se utilizan en los safaris en África.
Dos horas por caminos polvorientos donde le saldrán a saludar con la mano niños descalzos y sonrientes como en el Bali de los años 50. A cambio de estas pequeñas penurias a las que no está acostumbrado en su día a día en el primer mundo, le espera el edén con una de las playas salvajes más bellas que pueda imaginar. El resort es de 10 en todos los sentidos: la playa, las villas, las piscinas infinitas, el staff, la comida, el «flow», las puestas de sol, los paseos a caballo. Por supuesto, un poco de surf debería hacer, ya que ha llegado hasta el fin del mundo. Reserve su spot, porque aunque la playa mide 1 kilómetro y medio, solo se permite 10 surfistas a la vez. ¡Hay que garantizar la calidad de ese momento inolvidable y que no se le cruce ningún patoso! Sabemos por experiencia propia que le costará salir del resort, pero no deje de hacerlo.
Las excursiones a lugares como la cascada de Lapopu o la piscina natural de Waimarang son inolvidables. Haga también algo de voluntariado local durante su estancia, le permitirá conocer de cerca la labor de Graves y tal vez cree un vínculo de por vida con la Fundación Sumba. ¡Si David Beckham le dio una clase de futbol a los niños de una aldea cercana, no se va a quedar usted en la tumbona todo el día! Aunque sea consejero de alguna empresa del Ibex, alguna cosita de utilidad sabrá hacer. La pequeña tienda del hotel está llena de cosas curiosas. Es fácilmente comprensible que quiera traerse alguna gorra con el nombre de Nihi para lucir en Sotogrande. Hágalo o se arrepentirá. Pero lo verdaderamente apreciado es la artesanía local, hecha con cuerno de búfalo y las telas pintadas y tejidas a mano más elaboradas de toda Indonesia.