Vargas Llosa en la intimidad: sus rarezas descubiertas tras la convivencia con Isabel Preysler
El final de sus ocho años de amor con la socialité le han convertido en el personaje más codiciado de la prensa chismográfica de la que tanto renegó
Mario Vargas Llosa ha terminado devorado por el escenario que describió con pesimismo en su ensayo La civilización del espectáculo, publicado en 2012. Probablemente, en el inicio de su noviazgo con Isabel Preysler, no midió las consecuencias que podría tener este amor, finalmente fallido, para su imagen. El escritor alimentó lo que tanto le horrorizaba, ese mundo en el que la barrera de lo público y lo privado se desdibuja. «La banalización de las artes y la literatura, el triunfo del periodismo amarillista y la frivolidad de la política son síntomas de un mal mayor que aqueja a la sociedad contemporánea», escribía.
Un discurso que no encaja con los pasos que dio luego como miembro del clan Preysler y que a sus 86 años, le han situado en el centro de esa «prensa chismográfica», como a él le gusta denominar, y de la que tanto renegó. ¿Qué hacía un premio Nobel de Literatura en las cocinas de Masterchef o en el documental de Netflix La Marquesa riendo las gracias de Tamara Falcó?
Vargas Llosa aparece en el quinto capítulo de la serie, en el salón de la casa de Puerta de Hierro, hablando sobre sus gustos culinarios y algunas rarezas al sentarse a la mesa. «Por alguna razón, de pequeño, comencé a detestar todo lo que tuviera pepitas y no se me ha quitado. Me acompañará hasta la tumba. Nunca comería un kiwi, tengo horror a las pepitas y cuanto más pequeñas más me horrorizan», comenta.
En su primera cita con Isabel, ella estaba tomando unas aceitunas. «Me producen horror porque tienen pepas». Cuando Tamara le pregunta si no ha intentado solucionarlo, contesta: «Estas cosas que te traumatizan son perfectas para un escritor. Yo quiero estar muy desequilibrado a la hora de escribir».
Vargas Llosa es un hombre de rutina cuadriculada. Se levanta a las 7.15 de la mañana, se pone el chándal y sale a caminar durante 30 minutos por los alrededores de su casa. Los paparazzis le han fotografiado durante sus paseos matutinos o entrando en la residencia de Preysler. A su regreso, desayuna un café con leche y un poco de muesli y lee los periódicos. Sobre las 8.30 horas, se sienta en su despacho y comienza a escribir. Siete horas al día toda la semana y siempre en soledad. Necesita aislarse. «Es imposible escribir sin aislarse del resto». Nunca escribe por la noche.
En varias entrevistas ha confesado que la memoria resulta fundamental en el proceso creativo. Las novelas que ha escrito beben de su experiencia personal. Acostumbra a decir que la imaginación trabaja con ciertas imágenes almacenadas, un estímulo para la creación. En La tía Julia y el escribidor aborda su primer matrimonio con su tía Julia Urquidi. En el relato Los Vientos, las referencias a Isabel Preysler son constantes.
El escritor es un hombre al que le preocupa su aspecto físico. Cliente habitual de la clínica Buchinger de Marbella, durante 21 días se interna en este centro de bienestar para practicar ayuno. Considera que no solo cura su cuerpo, sino también su mente. Su editora Carmen Balcells le aconsejó que probase esta práctica y no le defraudó. El propio Vargas Llosa animó a Isabel Preysler y su hija Tamara Falcó a que le acompañasen en sus retiros.
El próximo 9 de febrero, Vargas Llosa ingresará en la Academia francesa, fundada por el cardenal Richelieu en el siglo XVII. Durante la ceremonia en París, a la que asistirá el Rey Juan Carlos, leerá un elogio del filósofo Michel Serres. El escritor solo espera que la prensa española que cubra sus pasos ese día no se atreva a preguntarle por ella.