Grandes coronaciones británicas
La doble coronación de Jorge V: relato imperial y leves modificaciones
El 22 de junio de 1911, el hijo de Eduardo VII y su consorte, la Reina Mary, fueron coronados en una ceremonia sin incidentes, completada con un Festival del Imperio que apuntaló la grandeza de la entonces primera potencia mundial
Un nuevo rey, por muy hijo de su padre que sea, proyecta su temperamento: a diferencia de Eduardo VII, Jorge V (1865-1936) era un marido fiel, de vida y gustos austeros, así como de inquietudes culturales e intelectuales limitadas a lo estrictamente necesario para el cumplimiento de sus funciones. Las características de su consorte, la Reina Mary, eran similares, si bien su mente estirada hacía imposible los destellos de campechanía que a veces exhibía el nuevo Rey; tampoco rezumaba la espontaneidad de su suegra, la Reina Alejandra.
En donde sí coincidían ambas parejas era en su conciencia de la grandeza del Imperio británico: si Eduardo VII pretendió, y logró, reflejarla en la magnificencia de la Coronación de 1902, Jorge V, por su parte, dio un paso más al aprovechar las celebraciones de la suya para mostrar al planeta la creatividad de sus súbditos y la perfecta armonía que imperaba en sus dominios. Para ello, impulsó en las mismas fechas que la celebración de un Festival del Imperio, en la línea de las exposiciones coloniales de la época. Así, tanto los invitados oficiales como los ciudadanos de a pie pudieron presenciar exposiciones y un espectáculo a mayor gloria del relato imperial británico.
Mas este buen ambiente a punto estuvo de degradarse por un desencuentro organizativo: el primer ministro británico, el liberal Herbert Asquith, encargó la organización de la Coronación a su ministro de Obras Públicas. Una decisión que suscitó la ira del duque de Norfolk, primer aristócrata del Reino Unido, cuyos antecesores, en su condición de «condes mariscales» de Gran Bretaña, eran los encargados de planificar y coordinar, pese a su acérrimo catolicismo, las coronaciones y funerales de los monarcas británicos, sin olvidar las aperturas del Parlamento.
El problema estribaba en el carácter caótico y disperso del decimoquinto duque de Norfolk, Henry Fitzalan-Howard. Al final se alcanzó un acuerdo: el duque de Norfolk, presidiría el comité, si bien el Gobierno conservaría el control de los aspectos funcionales y logísticos.
Por fin llegó el día señalado, el 22 de junio de 1911. La elaboración del servicio religioso corrió a cargo de Claude Jenkins, bibliotecario del palacio de Lambeth –residencia oficial del arzobispo de Canterbury–, y supervisado por Armitage Robinson, deán de la Abadía de Westminster. Este último abogó por introducir leves cambios que afectaron, principalmente, a las nuevas palabras pronunciadas en la Coronación, que sustituyeron a las utilizadas por primera vez en la coronación de Jacobo II. En su lugar se optó por una traducción más sencilla. Asimismo, se restableció el sermón, omitido en 1902, aunque fue de duración más breve. Quedaron, por lo tanto, equilibradas la tradición y un leve toque de modernidad.
En cuanto a las vestimentas, el traje lucido por la Reina Mary estaba confeccionado en satén de seda color crema e incorporaba varios de los emblemas y símbolos florales de Gran Bretaña y el Imperio Británico, es decir, la rosa de los Tudor –símbolo inglés por excelencia–, el cardo escocés, el trébol irlandés, y la flor de loto y estrella de la India. Todos ellos bordados con hilo de oro por el personal de la Escuela de Costura Princesa Luisa.
El aspecto político y diplomático del evento tuvo igualmente su importancia: era la última vez –con excepción, si se quiere, de la boda en 1913 de Victoria Luisa de Prusia, hija del Kaiser Guillermo II y abuela de la Reina Doña Sofía– donde el nivel de representación fue algo menor, que la gran realeza europea se congregó antes del estallido de la Primera Guerra Mundial. Eso sí, se respetó la tradición de enviar a príncipes herederos y demás segundones para no quitar protagonismo al monarca coronado. Una tradición que Carlos III ha decidido abandonar.