Gente
Relatos cortos que tanto te gustaron...
Para que las vuelvas a leer donde estés, te dedico hoy estas líneas
Recuerdo una tarde en Sevilla. Era primavera. Estábamos hablando de una cosa y de otra. Me dijiste que querías leer esos pequeños relatos de los que te había hablado. Relatos de mis recuerdos.
Los leíste con mucha atención, especialmente uno de ellos. Y cuando acabaste, comentaste que te habían gustado mucho, especialmente uno. Lo volviste a leer 2 ó 3 veces más.
Creo que compartir este relato ahora es la mejor forma de decirte que me acuerdo mucho de ti.
Mi primer viaje a Madrid:
Recuerdo que ese lunes en que mi madre tenía previsto hacer el viaje a Madrid, ponían en el cine Koskas, El muchacho de los cabellos verdes de Joseph Losey.
Ponían películas que podíamos decir que eran de temática difícil, con mucha contradicción religiosa; muchas de ellas de nacionalidad polaca, sueca o checoslovaca y en versión original, algo que te aportaba un toque culto y de intelectualidad que no se sabe por qué, pero te venía muy bien en las discusiones con los amigos. Los fines de semana ponían películas para todos los públicos, principalmente películas infantiles. Al cine Koscas se entraba por las tripas del corredor gótico del convento de San Francisco, a un costado de la Plaza Mayor.
Mi madre ya había avisado al colegio de que iba a faltar dos o tres días. Yo todavía no me creía que quisiera que hiciese ese viaje a Madrid con ella y con mi hermano Daniel, era algo impensable, faltar al colegio y encima legalmente. Motivo: las citas que tenían, por un lado, con un amigo de mi familia que había sido Gobernador Militar de Tánger y por otro con un señor muy amigo de mi padre que tenía un puesto importante en política y con potestad en el Ministerio que le correspondía a su nuevo trabajo. Lugar: los Nuevos Ministerios. Propósito: evitar que a mi padre le dieran la excedencia forzosa del trabajo, idea que a mi madre le volvía tarumba, pues le había costado lo suyo que mi padre estuviera tranquilo, ya que después de pedir la excedencia en el Ejército, cuando le necesitaba para algo inmediato, estaba por los desvanes de algún convento o en anticuarios de cualquier pueblo de Castilla. Mal está decirlo, pero sabía de antigüedades como nadie y esto, unido a su colaboración con el Obispado de Palencia, le abría las puertas de iglesias, ermitas, conventos o seminarios. Por eso mi madre se había peleado tanto para conseguirle un puesto de trabajo fijo, o sea de funcionario. Me imagino que fue como poner a John Wayne en un taller de costura con diecisiete vietnamitas y un jefe, medio chino medio tagalo, riñéndole en tagalo si no había hecho las costuras bien rectas.
Esta desubicación de trabajo dio lugar a que un día ocurriera lo que no tenía que haber ocurrido, o mejor dicho, a lo que mi madre más miedo tenía. Un día cualquiera en que el jefe, con cualquier motivo, le sacó de sus cabales, mi padre con genio y gravedad le dijo, como John Wayne en Centauros del Desierto, que bajara el tono de voz antes de recibir un posible zarandeo. Os puedo decir que este incidente corrió por toda la ciudad y sus amiguetes le daban palmaditas por lo valiente que era y por lo bien que había hecho al hacer lo que había hecho. Y este caso salió de la provincia porque su jefe, aunque fuese pequeño y hablara con voz chillona, hizo lo que cualquier jefe hubiera hecho, que es comunicarlo a las más altas esferas.
La tormenta para la estabilidad familiar se avecinaba. El riesgo de perder el complemento económico y la tranquilidad de tener seguridad social y otras muchas cosas en una familia con ocho hijos era para mi madre como lo habría sido para el noventa y nueve por ciento de las madres, importantísimo. Ya veis que el motivo del viaje era urgente y necesario.
Esa noche no sé no cómo pude pegar ojo con la excitación que tenía. Me llamaron sobre las cinco de la mañana para salir con la fresca y llegar a Madrid a buena hora, evitando hacer el menor ruido posible para no despertar al resto de los hermanos. Pero mi padre -que tenía su dormitorio cerca de la entrada, pegando al recibidor- aunque ya nos había despedido la noche anterior, cuando salíamos con todo el sigilo, me llamó para darme la propina. Me dio mil pesetas, que entonces era un dineral, para que tuviese un dinerillo extra por si acaso. Mi padre no se enteró de que el viaje era por su causa hasta mucho más tarde. Los motivos que mi madre dio para hacer el viaje eran problemillas referentes a mi hermano que estaba en la Universidad y otros asuntos y pormenores. La idea era estar fuera dos o tres días a más tardar.
Las prisas por salir a una hora tan temprana tenían su razón de ser: entre otras cosas que, en esos años, de Palencia a Madrid y en un Seat Seiscientos, te tirabas de seis a siete horas por lo menos, y eso, saliendo las cosas bien; es decir, sin complicaciones como calentamientos, pinchazos, etc.
Después de pasar un viaje sobreexcitado pensando lo que el destino nos reservaba y después de hacer varias paradas, llegamos a San Rafael, donde desayunamos. La primera vista desde el Alto de los Leones me pareció tan espectacular que ya quería bajar y verlo más detenidamente, idea que no cuajó, por supuesto. La llegada a Madrid no pudo ser más vándala.
Entramos por Puerta de Hierro, siguiendo por Moncloa y luego continuamos por los Bulevares, y fue ya avanzada la calle Génova donde nos pararon a coches y transeúntes porque estaban tirando el Palacio de los Duques de Medinacelli.
Una máquina de grandes dimensiones, con una grúa de cuyo extremo colgaba balanceándose de gruesas cadenas una bola destructora que arrasaba con todo lo que encontraba a su paso, golpeaba la fachada y los muros del edificio, que al caer dejaban ver los artesonados y los frescos que en otras épocas habían adornado sus hermosos y espléndidos salones. Por una de las brechas abiertas se podían ver trozos de una imponente escalera de mármol de la que ya habían destruido parte y creo que es ahí cuando pensé que en Madrid las cosas eran distintas. Porque en mi familia, en mi casa de Palencia, aunque no tratáramos bien a los jefes que hablaban en tagalo, nos habían inculcado el respeto al arte, la tradición, el patrimonio heredado de nuestros antecesores en las ciudades, el respeto a sus edificios, sus monumentos, a las hermosas escaleras de mármol, y a las calles que habían recorrido nuestros antepasados. Era un sentimiento que nos habían transmitido desde muy pequeños y que teníamos muy acentuado.
Pasado este primer impacto en la llegada, todo era un puro descubrimiento y exclamación por lo que veía: las calles, los edificios, las avenidas, el tráfico, el ir y venir de aquel gentío.
Mi madre tenía previsto y hablado que nos quedaríamos a dormir donde mi tía Mecedes, viuda del hermano mayor de mi padre. De esta familia con un montón de hijos, y que al morir mi tío dejó al mayor con doce años y al pequeño con dos, se había hecho cargo mi padre. Se ocupaba de la organización y marcha de los estudios de todos ellos e imponía el orden y el respeto necesarios en la casa de una viuda con nueve hijos en edades tan tempranas. Estos primos, todo hay que decirlo, salieron adelante trabajando desde muy pequeños, ayudando y llegando a ocupar buenos puestos de gran responsabilidad en empresas de postín. Además, justo al contrario que en mi familia, todos casados felizmente y llenos de hijos y actualmente de nietos.
Mi hermano Daniel, por esas fechas ya estaba estudiando la carrera de económicas y pasado el primer envite, que había estado de pensión y el siguiente en casa de mi tía, ahora tenía un piso compartido con varios compañeros y luego amigos en la calle Barquillo.
Pero sigamos con el motivo del viaje que es el que nos ocupa y preocupa. Todavía sin aterrizar por donde mi tía y cerca del mediodía, ahí que me vi metido en el Seiscientos de mi tía Vinda, en la explanada de los coches de los Nuevos Ministerios. Y no exagero si digo que me pasé cerca de tres horas esperando a mi madre y a mi hermano, que debían estar arreglando la seguridad de nuestro futuro.
Salieron y por lo que contaron, la persona que esperaban ver no les pudo recibir y su secretario les dio la seguridad de que al día siguiente les recibiría. Bueno, Madrid esa tarde estaba a nuestros pies. Aparecimos en casa de mi tía Mercedes, que vivía en un piso grande y acogedor en la calle Fernán González. Después de comer y descansar, mi madre hizo un sinfín de llamadas de teléfono, entre ellas a mis tíos por rama materna, tía Genoveva y tío Antón. Ya desde Palencia en días anteriores había llamado a varios familiares para que nos atendieran en nuestra visita a Madrid. De estos tíos voy a decir algo de lo que no tengo lugar a dudas: que tanto la familia materna como de la paterna, eran de lo más cosmopolita, con más estilo y mejor posición que os podáis imaginar; ¡ah!, y los que mejor vida se pegaban. Vivían en la calle Doctor Castelo. Esa noche nos invitaron a un restaurante en la Plaza de Oriente que se llamaba Wamba.
Nos recogieron en un amplio, hermoso y añejo coche, un Mercedes color negro con los asientos de cuero en color tostado, que acto seguido se deslizó suavemente por las calles de la ciudad. La entrada a la calle Bailén al anochecer, entre la música que sonaba en el coche y la que sonaba en el restaurante, me hizo sentir que estaba en las nubes. El restaurante Wamba estaba rodeado de altos y frondosos setos, iluminados con luces verdes. El maître nos acompañó hasta la mesa que teníamos reservada. El recorrido entre aquella gente tan arreglada, pensando que todo el mundo nos miraba y teniendo que sortear a la legión de camareros que iban y venían, fue una experiencia difícil de olvidar.
Cenamos en la terraza. Era primavera avanzada y la temperatura resultaba muy agradable. Mi tío antón era alemán y lo parecía. Mi tía era una señora cincuentona rubia y con una belleza que habían heredado mis primos, que eran rubios, altos y guapos, sobre todo Bebyn. Yo es que no daba crédito a lo que estaba viendo, oliendo y viviendo. Y es que es en la cena donde me entero de que mi tío, aparte de ser un buen periodista y corresponsal de un prestigioso periódico alemán, tenía un puesto importante en el gabinete de prensa del productor Samuel Bronston, responsable de las grandes superproducciones de cine, instalado en esos años en España. Estaba todavía con la distribución para algunos países de La Caída del Imperio Romano, en la que trabajaba Sofía Loren de protagonista. Para que queremos más.
Me entero de que parte del rodaje había sido en Valsaín y que escenas muy importantes, sobre Roma se habían rodado en terrenos propiedad de Bronston en el término de Las Matas. Hacía poco que acababa de ver la película y mi curiosidad e interés se acrecentaban por momentos. Todo lo que pasó en aquella cena lo he recordado siempre como un sueño, eran mis primeros contactos con la buena vida y los placeres de mezclar buen sitio, buena mesa, buena compañía y buena conversación.
La mañana del día siguiente transcurrió en el aparcamiento de los Nuevos Ministerios. Esa noche algún familiar por parte de padre nos llevó a cenar a la cafetería California 47 en la calle Goya. Estaba recién inaugurada, era grande y confortable, con luz tenue y estilo americano y con aire acondicionado. La moda de este tipo de cafeterías estaba en pleno apogeo con Morrison, Nebraska, Manila, etc.
La siguiente tarde-noche fuimos al chalé del primo Luis Ángel, hijo de mi tía Mecedes (en cuya casa estábamos durmiendo). El chalé estaba en una urbanización llamada Veracruz, tenía piscina y hay que reconocer que estuvieron hospitalarios y encantadores, pero yo me acordaba de Wamba.
El jueves me las ingenié para que me dejaran ir a casa de mis tíos alemanes pues mi tío me iba a dar unas fotos tamaño natural y aproveché para sacar más información. La idea de ver una ciudad romana, con casi treinta palacios a tamaño natural, dos mil escalones y trescientas y pico estatuas, construida sobre casi un cuarto de millón de metros cuadrados era para quitar el sueño a cualquiera. Mi interés no tenía límite.
El viernes, una vez puestas las bases para arreglar lo desarreglado, y tras acompañar a mi madre a hacer algunas compras a Galerías Preciados, había que volver a Palencia.
Después de despedirnos de familiares próximos y menos próximos y quedar bien con los compromisos, emprendimos viaje. Aquí, entre nosotros, tengo que deciros que el pensamiento más importante que tenía en mi cabeza era que al pasar por el término de Las Matas en la carretera de La Coruña podía ver restos, o no tan restos, de la Roma del Imperio o incluso podía estar todavía Sofía Loren por allí.
Eran más o menos las cuatro y media de la tarde cuando, buscando que apreciara alguna señal, de repente vi desde el otro lado de la autopista, un cartel con el letrero «Bronston, Propiedad Privada. Prohibido el paso a toda persona ajena a la empresa». Había una caseta de control con una barrera en la que imaginé que había guardas, con lo que no habría nada que hacer. Convencí a mi madre de que iba a tardar un poco, la besé con fuerza, le pedí por favor y le dije que la compensaría muchísimo, que estudiaría hasta el agotamiento. Después de darle cien besos, paramos el coche al costado de la autopista, y allí me veis cruzando como loco la carretera de La Coruña. Gracias a que el tráfico no tenía nada que ver con lo que es ahora, aparte de que los coches no iban tan deprisa.
Llegué al control y para mi asombro, no había nadie y a todo correr seguí lo que parecía un camino natural, hasta que divisé Roma.
Hay que verlo para creerlo. Cualquiera que os diga que los entresijos del rodaje de una película de entonces tienen que ver con los entresijos de una película de esas en la actualidad os está hablando pura ficción. Allí había hermosas y sólidas escalinatas que subían a hermosos y sólidos palacios y encima de las hermosas columnas había impresionantes estatuas. Y entré en el interior de un palacio que daba a la plaza y relucía todavía de esplendor. La película se había acabado hacía tiempo y seguía casi todo en pie. Con todas aquellas subidas y bajadas el tiempo se iba echando encima, empezó a anochecer, y me acordé a mi madre y a mi hermano Daniel metidos en un seiscientos, parados de mala manera en la autopista de La Coruña. Cogí la cabeza de una estatua romana que pesaba lo suyo y empecé a correr por todo el camino adelante cuando cuál es mi disgusto al ver que en la garita de la entrada estaban dos guardas que no sólo me reprendieron por entrar en una propiedad privada, sino que me hicieron dejar mi cabeza romana, que tantos sudores me había costado conseguir. Os podéis imaginar de qué humor iba a hacer frente a lo que me esperaba. Crucé de nuevo la autopista en sentido contrario y cuando me acercaba al coche vi salir a mi hermano llamándome de todo y a mi madre, que sin decir nada, se acercó a mí y me estampó creo que el único bofetón que me dio toda su vida. Eran casi las siete de la tarde, a mi padre no se le podía avisar fácilmente, había tres niños todavía pequeños esperándonos y un largo viaje por delante.
¿Sabéis cuál fue mi reacción? Empezar a correr campo a través gritando que no volvía a Palencia y que se olvidaran de mí. Después de una buena carrera me alcanzó mi hermano y me hizo entrar en razón. Mi madre, que yo creo que lo que tenía ganas era de llevarme atado el resto del viaje en la baca del Seiscientos, ante mi sinrazón y para calmarme, me prometió que pronto regresaría a Madrid y que si era bueno, volvería a traerme. La cosa quedó ahí, yo volví todo el viaje pensando en mis paseos por Roma y en mi cabeza romana.
Luego me enteré de que el viaje había sido todo un éxito. John Wayne siguió trabajando para el taller tagalo, intentando hacer las costuras lo más rectas posibles, pero en casa. Hacía su trabajo y lo iba a buscar un ordenanza al acabar la semana, como un autónomo trabajando para el Estado, y compaginándolo con las antigüedades que era lo que realmente le gustaba y sabía hacer bien. Pero con esta fórmula mi madre podía dormir tranquila, teniendo las seguridades que necesitaba para seguir sacando a sus hijos adelante.
No quiero acabar este relato sin contaros un detalle importante para que no os quedéis con la idea de que mi padre era un zulú. Años más tarde se hizo la paz y reinó la armonía hasta tal punto que invitó varias veces al jefe a la bodega que tenían mis padres en Astudillo a beber, a comer y a cantar. ¡Nada menos! Hecho que tenía especial relevancia sabiendo que era un lugar que estaba reservado única y exclusivamente para los muy amigos. Se ha hablado de estos acontecimientos en varias reuniones familiares, os lo podéis imaginar, y mi madre en una de ellas comentó no sin cierta guasa que en una merienda que organizaron en la bodega con varios matrimonios amigos suyos, mi padre llegó a cantar a dúo con el jefe el «Dios te salve Palencia querida, Dios te salve granero de España». Eso os dará idea de la sensibilidad y sentido del humor de mi padre, en tiempos de paz, claro.
Después de estas anotaciones de carácter familiar, tengo que deciros que mucho más tarde he ido a Roma y Roma estaba en Italia, pero os aseguro que en el primer viaje que hice a Madrid, Roma estaba en Las Matas, a un costado de la carretera de La Coruña, muy próxima a Madrid. ¡Ah! y nunca vi El muchacho de los cabellos verdes de Joseph Losey.