¿Qué hacías cuando mataron al presidente? El asesinato de John F. Kennedy
El principal efecto de una muerte trágica y abundantemente recogida en testimonios gráficos haya sido la mitificación de un presidente mediocre y de nula trascendencia histórica
Sin duda, el principal efecto de una muerte trágica y abundantemente recogida en testimonios gráficos haya sido la mitificación de un presidente mediocre y de nula trascendencia histórica.
La soleada mañana del 22 de noviembre de 1963, la limusina descapotable en la que John Kennedy visitaba la ciudad de Dallas salía de la plaza Daley por la calle Elm, entre la mole del edificio del depósito de libros escolares del estado y una pradera de césped, cuando, a las 12:30 tres disparos impactaban, en directo, sobre el cuerpo del presidente. A las 13:00 el médico presidencial declaraba la muerte de Kennedy a causa de una herida de bala en el cráneo. A las 13:40 Lee Harvey Oswald, un exmarine de conocidas simpatías por el comunismo, era arrestado en las proximidades del lugar del atentado como autor del magnicidio. A las 14:30 y en el interior del Air Force One el vicepresidente Lyndon Johnson juraba el cargo como nuevo presidente en presencia de fotógrafos y de la primera dama, Jacky Kennedy, todavía vestida con ropa manchada con la sangre de su marido. A bordo del avión también se encontraba el cuerpo de Kennedy, presto a ser transportado a Washington DC, para la realización de la autopsia. Y así, en menos de dos horas, cambió de manos la presidencia de los Estados Unidos y culminó la creación del mito de Kennedy.
Sin duda, el principal efecto de una muerte trágica y abundantemente recogida en testimonios gráficos haya sido la mitificación de un presidente mediocre y de nula trascendencia histórica. La presidencia de Kennedy se caracterizó por la timidez en el ámbito doméstico, inclusive la creciente tensión provocada por la cuestión de los derechos civiles que sí abordó su sucesor, Lyndon Johnson. En política exterior, salvo la resolución de la Crisis de los Misiles un año antes, Kennedy optó por una continuidad tendente a la incompetencia, como demuestran la desastrosa gestión de Vietnam o la chapuza de la invasión de Cuba en Bahía Cochinos que más tarde contribuyó (junto a más ineptitud e improvisación) al casi desastre de la citada Crisis de los Misiles. Al truncar su mandato, el asesinato se sumó al evidente carisma y atractivo físico de Kennedy para sostener la narrativa que describía su Casa Blanca como un Camelot que no pudo ser. Sin olvidar, crucialmente, la deliberada estrategia de cultivar a periodistas e intelectuales emprendida por los Kennedy –lo de Camelot, por ejemplo, lo inventó Jacky Kennedy pero fue popularizado por Theodore White, posiblemente el periodista presidencial más influyente de su era–. Figúrese el lector la capacidad crítica de los ‘mejores y más brillantes’ (otra frase afortunada sobre la administración acuñada por los intelectuales que trabajaban en la misma) cuando se trataba de evaluar los logros y fracasos de Kennedy.
La rápida sucesión de Kennedy a Lyndon Johnson se sumó a los alarmantes detalles sobre las muy documentadas simpatías comunistas y probados vínculos de Oswald con los soviéticos y los cubanos
Y de entre esas gentes de las artes y las letras seducidas por Kennedy destaca Oliver Stone, célebre por haber unido la idolatría hacia Kennedy con las teorías de la conspiración que desde el mismo día del asesinato nos acompañan. No sin cierta plausibilidad, que es como hay que armar un contubernio en condiciones. La rápida sucesión de Kennedy a Lyndon Johnson se sumó a los alarmantes detalles sobre las muy documentadas simpatías comunistas y probados vínculos de Oswald con los soviéticos y los cubanos. Por si no fuera suficiente, dos días más tarde, el 24 de noviembre, Jack Ruby, un hostelero de dudosa reputación mataba a Oswald de un disparo en el abdomen ante las cámaras de televisión que transmitían el traslado del magnicida a los hogares americanos. Terminaba de brotar, en ese mismo instante, una fuente inagotable de teorías de la conspiración que se ha sostenido con notable vigor hasta nuestros días.
Ya en pleno siglo XXI, Donald Trump prometía publicar los documentos secretos relativos al asesinato en poder de los archivos públicos, aunque, para delicia de pseudoexpertos, para-historiadores, cadenas de televisión que aúnan pirámides con platillos volantes y amantes del misterio en general, luego solo cumplía parcialmente y con bastante retraso su promesa. Se sumaba así el de Nueva York a las seis investigaciones oficiales desarrolladas hasta la fecha sobre el asesinato, incluyendo las emprendidas por la policía de Dallas, el FBI, Earl Warren (presidente de la Corte Suprema en el momento del magnicidio y cabeza visible de la primera comisión en investigar el asunto), Nelson Rockefeller, la Cámara de Representantes (que ha organizado dos) y el Senado de los Estados Unidos: todas han concluido que Oswald había actuado solo, Ruby era un desequilibrado y las alternativas se basan en filfas más o menos elaboradas.
En realidad, la mejor forma de aproximarse a las citadas teorías es desde la película del citado Oliver Stone, que lo bastante convincente como para haber provocado una de las investigaciones del Congreso arriba citadas… Hasta que uno descubre que todos los argumentos explicados en la película son inventados. Además, entretiene una barbaridad.
Otra alternativa ilustrativa es la portada del célebre le semanario satírico The Onion. Como se apunta en la misma, la lista de hipotéticos conspiradores incluye, juntos o por separado, a Lyndon Johnson, los soviéticos, Fidel Castro, Jorge Bush padre, los potentados del petróleo con los que Bush se había reunido el día anterior al atentado en Dallas, Richard Nixon, la mafia, la industria armamentística, la CIA y prácticamente cualquier persona de relevancia salvo, sorprendentemente, Yoko Ono.
Un éxito de propaganda
Y sin embargo, el mito perdura. Testamento a una era difícil dominada por los terrores de la Guerra Fría. También de un país peculiar, Estados Unidos, dominado por una visión saludablemente cínica y escéptica del poder del Estado que tiende a derramarse en neurosis bastante menos saludables. Y, sobre todo, del lugar de la imagen en nuestras sociedades y de la inteligencia de cultivar, desde el poder, a la intelligentsia en las universidades y las industrias culturales: la memoria de Kennedy, en el fondo, es un enorme éxito de propaganda. Aquel 22 de noviembre murió un presidente mediocre y un político extraordinario capaz de dominar las formas de comunicación de la política posmoderna como no se ha vuelta a ver hasta Barack Obama. Por eso los norteamericanos todavía recuerdan qué hacían cuando mataron a Kennedy y por eso, en realidad, sí importa.
David Sarias es profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos.