Fundado en 1910

Hotel Florida, Madrid

Historia

Hotel Florida, símbolo del reporterismo durante la Guerra Civil española

«Habitación con baño en el Hotel Florida». Esquire, enero 1938. John Dos Passos

Era un hotel aburguesado. De primera categoría. El preferido por familias y hombres de negocios. Se había inaugurado en 1924 en plena Gran Vía: un edificio de diez plantas, doscientas habitaciones con baño, agua caliente, teléfono y ascensor. Todo un lujo para la época. Justo al lado de las tiendas elegantes, frente a los modernos cines de la plaza de Callao y a pocos pasos del edificio de Telefónica. El lugar perfecto para alojar a las decenas de corresponsales extranjeros que llegarían a Madrid para cubrir los primeros chispazos de la Guerra Civil: unos militares facciosos se habían sublevado contra una República democrática cuando algunos pensaban, todavía, que aquello era un enfrentamiento entre los desposeídos y los poderosos. En España, la «amenaza» del fascismo podía ser un buen lugar para lograr reputación o relanzar carreras literarias amodorradas por el peso de la fama. Había más hoteles: el Palace se había convertido en la sede desde la que el Embajador ruso Rosemberg orquestaba el stalinismo y en una de las habitaciones del Ritz, moría el líder anarquista Buenaventura Durruti. Todo muy coherente. Pero el Florida era distinto.

Precios de las habitaciones en el Hotel Florida, Madrid

Los principales periódicos norteamericanos, británicos y franceses se lanzaron con frenesí a enviar periodistas. L'Humanite, Times, The Herald Tribune, The Week… Pero también Pravda, el órgano oficial del gobierno ruso. Había que comprometerse con la causa antifascista: si eras intelectual o artista tenías que estar en Madrid. Hacer ver al mundo la barbarie facciosa. Y manejar la propaganda. Las agencias de noticias querían crónicas frescas que describiesen el ardor de la batalla. United Press, Reuters, HavasRobert Capa llegó en agosto de 1936, como fotógrafo del semanario de tendencia comunista Regards. Veintidós años, desastrado, cara de gitano y un prestigio por construir. Gerda Taro, bajita, delgada, con alpargatas de faena y también judía. Con su Rolleiflex y su Leica, iban a comenzarían en tierra española un romance de leyenda. Herbert Matthews era el enviado del New York Times. Llevaba en la capital desde comienzos de octubre, cuando las tropas de Mola avanzaban sin tregua. Ernest Hemingway, toda una celebridad tras la publicación de Fiesta y Adiós a las Armas, apareció en Madrid en marzo de 1937, justo en el momento en el que los combates habían terminado en Guadalajara: venía como corresponsal de la agencia NANA, la North American Newspaper Alliance. También el gran novelista estadounidense de izquierdas, el «superventas», John Dos Passos, se presentó en la capital. El atractivísimo «aviador» Antoine de Saint-Exupéry, el cineasta John Ferno... Todos, alojados en el Hotel Florida. Hasta el cursi de Errol Flynn se pasó por ahí: con carnet falso de periodista, traía un cheque de Hollywood para comprar ambulancias, facilitar medicamentos y -de paso- financiar a la República.

Instalaciones Hotel Florida, Madrid

Madrid estaba lleno de barricadas con adoquines y de camionetas de la C.N.T. repletas de milicianos puño en alto. En la sierra de Guadarrama y en Talavera de la Reina, se luchaba, aunque el frente de batalla había sido declarado zona no autorizada. Pero en el Hotel Florida corría el whisky y las «putas de guerra». También se alojaban muchos brigadistas internacionales que desde el otoño defendían la ciudad del asedio nacional. Y algunos de los pilotos de la «escuadrilla España» de André Malraux, antiguos contrabandistas de alcohol o aventureros, que ahora creían luchar por la democracia. A veces, con el reportero Sefton Delmer como anfitrión, se celebraban veladas regadas con botellas de las bodegas del Palacio Real, que se decían saqueadas y luego vendidas en un bar anarquista de la Puerta del Sol. Y jugaban al póquer. Porque el Florida era una especie de oasis ajeno al ambiente de miseria y tristeza de ese Madrid sitiado. El ascensor funcionaba, los camareros vestían de manera distinguida y había agua caliente.

Postal turística de la Plaza de Callao

Por las noches, en las habitaciones del tercer piso del Florida y con el sonido de los estallidos metálicos de las ametralladoras, los corresponsales tecleaban sus crónicas. Lo que había sido una visita rápida al frente de Ciudad Universitaria, otra al campo de batalla de Guadalajara, del Jarama o el camino en camión blindado hacia la sierra de Guadarrama. A escasos metros del Florida, se levantaba el edificio de Telefónica: en él la oficina de censura internacional encargada de supervisar todo lo que salía de aquellas plumas punzantes. También la sala de comunicaciones. Sólo tenían que cruzar y subir hasta el cuarto piso en el que Arturo Barea –antes de su Forja de un Rebelde, escrita ya desde el exilio- se encargaba de tachar todo lo que pudiese mermar la visión edulcorada que en el extranjero debía darse del avance enemigo. Con él se encontraba Ilsa Kulcsar, una austriaca socialista vigilada por las autoridades debido a sus amistades troskistas. Pero eso, entonces, era muy normal. Orlov y la NKVD mandaban. Las consignas estaban claras. Muchas veces la pareja subía a la azotea de Telefónica para ver, al otro lado del Manzanares, la Casa de Campo y la artillería nacional que bombardeaba desde el alto del cerro Garabitas.

Entrada al Hotel Florida, Madrid

El Hotel Florida tenía un amplio vestíbulo con sillones de mimbre y un maduro conserje, don Cristóbal, que protegía de los fragmentos de metralla una preciada colección de sellos. El edificio aguantaba el impacto de los proyectiles nacionales pero las habitaciones frontales, las que daban a la plaza de Callao, eran ahora más baratas. Hemingway y Matthews se alojaban en las interiores hacia la parte trasera, sombrías, pero seguras. En abril de 1937, dos bombas de artillería cayeron contra los muros de piedra del hotel. Los cristales se astillaron y las paredes se agrietaron. Todos, asustados, salieron de sus habitaciones y corrieron hacia las escaleras. Esperaban en el hall aterrorizados. Con las batas mal puestas, los pelos despeinados y el rostro desencajado. Entonces dicen que Hemingway, con sus gafas de montura metálica, comentó: «Tengo una gran confianza en el Florida». Éste, resistió.

En el Hotel Florida la comida no era la mejor. Los corresponsales preferían la cantina del sótano del Hotel Gran Vía, más variada, calórica y cercana al Bar Chicote, lleno de humo y risotadas. En Madrid no abundaban los víveres, pero ellos no pasaban privaciones. En parte, a los burócratas de la Junta de Defensa de Miaja y Casado les interesaba: había que tratar bien a los huéspedes extranjeros que estaban en Madrid para ver la realidad de la guerra. Para el resto, la comida y el combustible era cada vez más difícil de conseguir. En casa Botín habían sustituido su especialidad de cochinillo asado por paella.

Postal publicitaria del Hotel Florida, Madrid

Gerda Tado salió del Hotel Florida para cubrir Brunete en julio de 1937. Ya no volvió. Sus fotos no volverían a publicarse en el periódico comunista Ce Soir. Falleció como consecuencia de un accidente de tráfico huyendo del fuego aéreo de las ametralladoras. Ahora, las tropas franquistas concentrarían sus energías en el frente norte. En Teruel las cosas tampoco marchaban bien. Hemingway volvería a España a finales de verano de 1937; no podía permitir que los lectores de periódicos extranjeros se dejasen guiar por los reporteros partidarios de los «facciosos». De nuevo, al Hotel Florida. Matthews y Delmer –el corresponsal de The Daily Express- se habían trasladado a un ático en el Retiro, más alejado de las baterías enemigas. Sus habitaciones habían quedado destruidas por una granada. Pero a Hemingway y a su entonces amante, Martha Gellhorn, aquello no les importaba. Cuando empezaban los bombardeos, ponían a todo volumen el gramófono con los discos de Chopin que tenían en el cuarto. Estaban en las habitaciones 113 y 114, justo en la esquina del hotel. Había, además, brigadistas del batallón Lincoln y algún consejero soviético.

Hemingway regresó una tercera vez al Hotel Florida durante la Guerra Civil: en mayo de 1938, cuando las posiciones de los republicanos empezaban a ser precarias. En el hotel había menos pilotos, menos corresponsales y también, menos prostitutas de guerra. Pero él creía todavía –o quería creer- que Madrid seguía siendo inexpugnable. Quizá porque él, y muchos otros, eran escritores portavoces de la causa antifascista. Y hacía tiempo que habían ganado la batalla de la propaganda. Al menos en el extranjero.

Placa conmemorativa del Hotel Florida, Madrid

El Florida siguió en pie. Aguantó toda la guerra. Pero cuando las tropas de Franco entraron en Madrid el 27 de marzo de 1939, lo encontraron prácticamente vacío: el último de los corresponsales en abandonar el edificio fue el enviado del Daily Express, O.D. Gallagher, uno de los pocos extranjeros que quiso esperar hasta el final. El ambiente granuja, había desaparecido y pronto iba a sustituirse por rigidez de las Delegaciones de La Coruña y Vigo para la creación de comedores militares y atención a los «heroicos soldados nacionales». El Hotel Florida funcionó hasta 1964. Ese año fue derribado para levantar, en su lugar, el nuevo edificio de las entonces flamantes Galerías Preciados de Pepín Fernández. Lo inauguraba Carlos Arias Navarro, alcalde de la ciudad. Hoy, en lo que un día fue el lugar de las grandes emociones de guerra, hay un centro comercial.