César contra César, así fue el diálogo entre Carlos I y Pizarro
Una conversación entre dos gobernadores
En la sala de audiencias de la Corte se detiene el caballero, embutido en su armadura; durante un breve momento piensa en su señor natural, a quien viene a informar del acontecer de sus días en las Españas de ultramar. Recuerda los tormentosos orígenes de su rey, Carlos, hijo de madre loca y padre disoluto, cuya educación enderezó un clérigo que habría de ceñir con el tiempo la tiara papal. El flamenco recibió la corona de España a los diecisiete años, abandonando su colorista patria para ir a gobernar una nación hosca, embutida en negro, construida en torno al combate contra el invasor sarraceno y que acaba de descubrir un continente; su acero será temido en Europa. El joven Carlos sería recibido con hostilidad, no serán pocos los que le saluden con las armas en la mano. En la harapienta Castilla un caballero se ha dirigido a él, señalando su labio inferior caído para decirle: «Cierre la boca Su Majestad, que las moscas españolas son muy indiscretas».
Dos años después suma a sus títulos el de emperador del sacro germánico imperio. El caballero de rostro curtido, casi de cuero, no imagina que es el último intento medieval de mantener la unidad europea cuando en todo el continente «ciegos reyes pelean por un puñado más de tierra». Francisco presume que Carlos es de su temple, combate y reta al combate a las testas coronadas, si no por nacimiento, su españolidad es vigorosa de adopción, tiene la tremenda fuerza del converso. El extremeño sabe de las expediciones reales a Bélgica, Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, África y Flandes, hasta llegar a cuarenta. Dentro de un instante estará ante un rey que no sólo es guerrero, sino gobernante, músico, traductor, protector del arte y aficionado a las mujeres.
Con tales tintas se lo han pintado al alto y nervudo guerrero los compatriotas llegados de Castilla. Finalmente, el caballero vence los nervios, que no tuvo en batallas sin cuento allende la mar océano, y entra en el salón, escoltado por cuatro mujeres y cuatro hombres de raza inca. Tras ellos, otros indios transportan oro, animales, tejidos de vivos colores, plata y piedras preciosas.
El huésped de los Reyes Carlos e Isabel desenvaina la espada, besa el noble acero, y lo deposita a los pies del emperador, ofreciéndole con un gesto todos los presentes que los indígenas de las Américas amontonan ante el trono del palacio imperial toledano.
–Hablad, Francisco Pizarro. Estamos impacientes por escuchar tanta aventura.
Pizarro excusa su parquedad de palabras; el César Carlos sonríe y anima:
–Hablad. La verdad no necesita de adornos.
Pizarro narra su humilde condición en la extrema dura de Castilla, en tierras del arzobispado de Toledo. Pastoreaba ganado y, a su vuelta al redil, escuchaba a los franciscanos narrar el encuentro de los Reyes Católicos con Cristóbal Colón, allá, en el convento de Guadalupe.
–Ningún hombre puede escoger su nacimiento, pero sí, si quiere, su muerte.
El conquistador de Perú continúa desgranando las palabras, con sencillez y vigor, ante el poco habitual silencio de la Corte.
–Allí no fuimos a violar mujeres ni matar niños –explica mirando de soslayo a los clérigos de la Corte, en su mayoría dominicos del Santo Oficio–. Nuestra empresa era de conquista, de llevar una religión, unos conocimientos y hacer un hermanamiento entre todos. Denuncio las acusaciones contra hombres de honor, como Balboa. Él era un hombre de ley; nunca hizo a los indios ni atropellos ni humillaciones. Por mi parte, respeté la fanática religión de sus gentes, pasé por sus ritos y hechicerías con indiferencia. Les hablaba de otro Dios lleno de amor y justicia, de paz y hermandad.
El César sonríe ante las palabras sencillas de Pizarro. Recuerda a otro de su temple, Hernán Cortés, quien un día se agarró a las bridas de los caballos frenando la carroza imperial ante la Puerta de Bisagra.
–¿Quién sois vos? –preguntó Carlos, fingiendo no conocer al vencedor de Tenochtitlán–.
–Soy aquel que os ha dado más tierras que vuestros abuelos –replicó el conquistador con claridad exenta de soberbia–.
Quien ha sido la primera espada del catolicismo frente a los pujantes musulmanes y los herejes europeos; el mismo que, a los 27 años, ordena, un venturoso mes de mayo, atacar Roma y tomar prisionero al Papa, entiende la audacia del guerrero. Le trae al recuerdo su juventud, en perpetuo combate por toda Europa y el Mediterráneo. Recuerda de nuevo a Cortés quien, junto con sus hijos, le suplicará ante los muros de Argel no retirarse de la batalla. “La podemos tomar, señor, es nuestra”, le gritará el viejo soldado mientras los mercenarios italianos y alemanes huían a la desbandada bajo las flechas sarracenas.
El pensamiento de Carlos I regresa a la sala al oír las palabras de Pizarro.
–Hubimos de curar nuestras heridas con aceite hirviendo. El gobernador Pedro de los Ríos me ordenaba regresar. Tracé una raya en la arena, miré a mis hombres y les dije: «Por allí se va a Panamá, a la holgura y la comodidad, para vivir siempre en la deshonra; por aquí a lo desconocido, a sufrir penalidades ahora y a conquistar nuevas tierras, a conseguir la gloria y la riqueza; cada uno es libre de elegir su camino, cada uno escoja lo que mejor le vaya».
Pizarro continúa enumerando, sin faltar nadie, los nombres de los trece guerreros que entrarán en la historia: «Éramos pocos, muy pocos y sólo nos teníamos a nosotros, así que... adelante».
Al acabar su relato, Pizarro calla. Por vez primera, baja la cabeza cae con los ojos fijos en el suelo de piedra pulida del salón real. El emperador se levanta de su trono y apoya la mano sobre el hombro del conquistador. Su voz se alza rotunda, quiere hacerse oír por los que murmuran de la conquista, por la Iglesia que exige nuevos privilegios a costa de la sangre vertida por segundones y aventureros.
–Suerte es para un rey tener tales vasallos y hombres de esta casta. Francisco Pizarro, estamos orgullosos de vos. Tenéis el permiso real y el nombramiento de gobernador adelantado de las nuevas tierras con derecho a descubrir, explorar y conquistar hasta doscientas leguas alrededor del imperio del oro. Te concedemos el hábito de Santiago, el título de marqués, con derecho a tener tu propio escudo de armas, y toda clase de facilidades para que la empresa llegue a buen fin, con el agrado de la emperatriz y el mío propio.
Pizarro retornará a su Perú, haciendo de la justicia su ley y honor. El emperador, a los cincuenta y cinco años, abdica entrando después en el monasterio de Yuste desde el que favoreció a la naciente Compañía de Jesús. Carlos muere a los cincuenta y ocho años, añorando a esos hombres de temple con quienes trató poco y a quienes amó mucho, pero a quienes no prodigó sus favores, embebido en las guerras europeas que consumirían al reino de Castilla, derrochando los recursos de las Américas, cuyo oro engrosaría las arcas de banqueros de Génova y los principados alemanes. Carlos también será recordado con pasión, fervorosa en unos y rencorosa en otros, pasiones que quedan más allá de las puertas de Yuste. Su cuerpo, que, por voluntad propia, descansaba bajo el altar del monasterio, fue exhumado y traído a El Escorial, demostrando la frecuente inutilidad de las últimas voluntades. A miles de kilómetros, al otro lado del Atlántico, descansan los restos de Pizarro, asesinado en su palacio de Lima, el 26 de julio de 1541. Si grande fue el César, mayores fueron sus súbditos que, con la sola excepción de Lope de Aguirre, jamás pecaron de desleales ni de olvido a su deber ante su rey.
Castilla hace hombres y los gasta.