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Sagrada Familia del pajarito de Bartolomé Esteban Murillo (1650)

Miguel Gil y el secreto de un matrimonio anarquista de Barbastro

En verano de 1936 se obligó a destruir y quemar todos los objetos católicos, pero incluso en un matrimonio anarquista, Dios estaba presente

Miguel Gil Imirizaldu tenía 15 años y estaba estudiando en el monasterio de El Pueyo de Barbastro, porque quería ser monje benedictino. Pero aquel verano de 1936 detuvieron a la comunidad de monjes y a seis de los jóvenes estudiantes y los llevaron al colegio de los escolapios de Barbastro. Allí vivirán días muy tensos y edificantes. El 28 de agosto tuvo lugar el martirio de los monjes de El Pueyo en la carretera de Berbegal. Después llevaron sus cadáveres al cementerio de Barbastro y los enterraron con abundante cal y agua. El domingo 30, los jóvenes estudiantes se vistieron con lo mejor que tenían y bajaron a la cocina del colegio, donde el claretiano hermano Vall, el cocinero, les espera para el desayuno:

–«Hoy es domingo, además todos nuestros mártires están en el cielo. Ayer y anteayer fue un día triste, pero el domingo resucitó el Señor. ¡Hay que celebrarlo!

–Nosotros hemos rezado especialmente, y hasta nos hemos puesto de fiesta, pero, mira, como unos pobretones».

Los del comité decidieron instalar en el colegio de los escolapios un comedor para milicianos, así que había mucho trabajo. Pasaban centenares de personas. Además de los chicos, colaboraban algunas mujeres, unas cobrando y otras obligadas. En una ocasión, una de ellas se dirigió a Miguel, invitándole a visitar su casa. Estaba casada, tenía unos 25 años, pelo castaño y se llamaba Rosi. Su esposo era anarquista y se hallaba en el frente de Huesca. Rosi era de un pueblo de los alrededores y llegó a Barbastro como sirvienta en una de las casas de uno que era actualmente del comité revolucionario. Se echó novio y se casaron.

–«¿Por la Iglesia?

–Sí, en mi pueblo. Él se llama Francisco y es un buen anarquista, por eso está en el frente. Nos queremos mucho.

–Cuando venga, ¿verdad que me lo presentarás?»

Rosi y Miguel caminaban en medio del calor del verano, subiendo una cuesta. Debía de ser la zona del Entremuro: «Mira, esta es nuestra casa. Es pobre, pero cuando está él la llenamos de amor». Ya me figuro –contestó Miguel. 

Sobre la cabecera del lecho colgaba de una cuerda sujeta a un clavo una lámina bastante grande y Miguel dijo: «¿Qué paisaje tan bonito!». Entonces ella gira el cuadro y aparece la Sagrada Familia: José, Jesús y María. Se sonríe…, Miguel contesta:

–«Eso ya me gusta más.

–Por eso he querido que vinieras. Sabía que te gustaría. Siempre lo hemos tenido ahí. Pero ahora, ya sabes… si lo ven algunos camaradas… Te voy a contar una cosa: cuando nos casamos tuvimos pronto un niño, Paquito, y al nacer el niño nos planteamos el problema: bautismo sí o bautismo no. Y como queríamos tanto al nene, me dijo el marido: Mira, Rosi, por si hay cielo, vamos a procurar lo mejor para el niño; lo llevamos a una iglesia y lo bautizamos. Pero se nos murió muy pronto. Estábamos locos con él»

Miguel le dijo que habían obrado bien. Rosi le comentó que si tenían un nuevo niño le llamaría como él, Miguel. A lo que nuestro joven estudiante repuso que Miguel era un nombre de ángel y que su hijo Paquito estaba con los ángeles, en el cielo: «Porque claro que hay cielo, como decía tu marido».

Hay que recordar que en Barbastro, al igual que en otras muchas localidades, se obligó a destruir y quemar todos los objetos religiosos –católicos, mejor dicho– que había en las casas: libros, folletos, imágenes, cuadros, estampas… Poseer algo así podía ser peligroso, porque te podían multar, encarcelar o fusilar. Pero hubo excepciones, naturalmente, y la que nos cuenta Miguel, joven estudiante que desea ser monje es una de ellas. 

Era señal  de incoherencia en la vida, sí. Pero también indicio de que las grandes preguntas se hacen siempre

Las peripecias que vivió durante esos años están reflejadas en dos libros tan interesantes como humanos, Iban a la muerte como a una fiesta; y Un adolescente en la retaguardia. De este último hemos sacado los datos.

Lo importante, sin embargo, es ver cómo en aquellos años apasionados, las cosas no son siempre como aparentan. El mismo anarquista que estaba pegando tiros en el frente, maldiciendo a los curas y a los facciosos, llegaba a casa y su dormitorio lo presidía una estampa de la Sagrada Familia. Era señal de falta de unidad de vida, de incoherencia, de falta de formación… Sí. Pero también era un indicio de que las grandes preguntas, las preguntas importantes, se hacen siempre, antes o después. Y esas respuestas tienen lugar de ordinario en la intimidad.

En el mundo exterior, con sus camaradas, todos celebraban en aquel verano de 1936 que hubiera muerto Dios. ¿No habían fusilado a los claretianos, a los benedictinos y a los sacerdotes? ¿No habían quemado las iglesias? ¿No habían destrozado las imágenes, quemado los ejemplares del semanario El Cruzado Aragonés? ¿No habían asesinado al obispo Florentino y le habían cortado los testículos? ¿No habían asesinado al gitano Ceferino empeñado en rezar el rosario? Sí, Dios estaba prohibido en Barbastro y alrededores. Pero, ¿muerto? Eso es imposible y los ateos, que no hacen más que pensar en Dios, lo saben. Incluso en el hogar de un matrimonio de jóvenes anarquistas, allí estaba Dios. Su modelo de familia era la Sagrada Familia.

Miguel, siendo ya monje benedictino en el monasterio de Leyre, exclama: «¡Cuántos contrastes, Dios mío, en el corazón del hombre que busca, busca en las tinieblas la Luz que eres Tú!».