¿Qué fueron las reducciones del Paraguay?
La creación de comunidades de indígenas para integrarlos a la nueva sociedad tras la conquista fue dirigida por los jesuitas hasta la expulsión de la orden por Carlos III
La llegada de los españoles al continente nuevo supuso uno de los grandes hechos de la historia universal, y el gran acontecimiento de la historia de España. Las nuevas tierras descubiertas no fueron tratadas como colonias de explotación, como sería el caso posterior de ingleses y holandeses, sino que serían consideradas como una prolongación de la Corona de España. La Monarquía Hispánica, que se había formado por el matrimonio de los Reyes Católicos, había unido dos reinos muy distintos. La Confederación Aragonesa que orientaba sus aspiraciones a mantener el control del Mediterráneo, y la Corona Castellana, que finalizaba con juvenil vigor, la labor de la Reconquista.
La integración del indio en la nueva sociedad que nacía tras la conquista se convirtió en un punto fundamental de convivencia. La Iglesia católica criticó las consecuencias negativas de las encomiendas e influyó a favor de la instauración de leyes protectoras del indio y sus comunidades. La primera persona de renombre que inició la experiencia de reunir a los indios y organizarlos en comunidades fue Vasco de Quiroga. Llegó a la Audiencia de México en enero de 1531. Su primera medida fue llevar a juicio a Nuño Beltrán de Guzmán, Juan Ortiz de Matienzo y Diego Delgadillo, sus antecesores en el cargo, por el mal trato que habían dado a los indígenas. Vasco de Quiroga consiguió apaciguar de manera pacífica las protestas de los indios, y se preocupó por su futuro social y espiritual. El resultado fue la creación de Santa Fe, un poblado que llegará a tener 30.000 habitantes, que contará con Iglesia, hospital y escuela, y donde los indios fueron instruidos para labores artesanales y agrícolas, además de recibir una buena formación religiosa. La comunidad india se regía de manera jerárquica, siendo dirigidos por los de más edad. La alta dirección provenía de un rector, el párroco, que solía ser el único español del pueblo. El jefe, con labores de alcalde, acompañado de tres o cuatro regidores, era elegido para tres o seis años, por los padres de familia, de manera similar a los cabildos castellanos. La tierra que labraban era de propiedad comunal del pueblo, siendo la jornada laboral de seis horas. El fruto del campo lo repartían de manera igualitaria, y lo que sobraba se guardaba como reserva de los necesitados.
Evitar la explotación
Este modelo de construir poblados exclusivamente para indios, alejados de los españoles, para evitar su explotación, hasta que fuesen adquiriendo el modo de vida español y pudiesen integrarse sin ser marginados, fue considerado positivamente por el virrey de Perú, Francisco de Toledo, y al Arzobispo de Lima, Santo Toribio de Mogrovejo. Estas autoridades encomendaron su desarrollo a una nueva orden religiosa recién fundada, los jesuitas. Las poblaciones indias a las que fueron a evangelizar los jesuitas fueron los guaraníes, que vivían de manera nómada, organizados en pequeños grupos clánicos. Los jesuitas tuvieron que soportar privaciones y martirios, antes de que sus caciques admitiesen, de forma pacífica, la sedentarización que les proponían los hijos de San Ignacio de Loyola. Las nuevas poblaciones fueron surgiendo en las zonas más alejadas, Guairá, Tape e Itatines, reuniendo en grandes poblados a miles de indios. En 1732, momento de máximo esplendor, había censados 141.182 guaraníes en 30 reducciones. Sin embargo, la expansión jesuita chocó con la de los bandeirantes, también denominados mamelucos. Desde la ciudad interior brasileña de Sao Paulo, los bandeirantes, mestizos de portugueses y tupíes, indios rivales de los guaraníes, organizaban expediciones hacia el interior del continente en busca de mano de obra esclava, que luego vendían a los grandes hacendados azucareros.
Los poblados de las reducciones estaban constituidos por casas iguales, organizadas en calles anchas y rectas. En la plaza central, el lugar preeminente del poblado era para la iglesia, amplia y espaciosa, con tres naves, y en algunos pueblos, incluso de cinco. Al lado solía estar la residencia de los padres, dos por cada comunidad. Además de almacenes y graneros para guardar las cosechas, también existía una casa para mujeres (viudas o casadas con maridos alejados durante meses por razones de trabajo), que se sustentaban de la reserva común. Los poblados no solían pasar de 1.500 habitantes, por lo que cada vez que se pasaba de este número se solía fundar una nueva comunidad, donde se enviaba a la población restante.
Escuela y música
La fuente principal de recursos para los pueblos era la agricultura. Los terrenos empleados en ella estaban divididos en tres secciones: una (tabamba'e), perteneciente a la comunidad; otra (abamba'e), reservada a los padres de familia, para la manutención de la familia, y otra, llamada la propiedad de Dios (Tupãmba'e), para alimento de los padres. El maíz, la mandioca, legumbres y batatas era en general el fruto de aquella tierra, a la que dedicaban seis meses del año. Otra actividad importante era la escuela, que disponía de sus propios maestros indios, para enseñar a leer y escribir. La música fue una de las actividades que más destacó en la formación de los pobladores. En cada pueblo había una banda de 30 a 40 músicos, entre triples y tenores, y responsables de violines, bajones, chirimías, órganos, clarines y arpones. La banda solía ser protagonista en las fiestas de precepto. En cada pueblo, se organizaron un par de congregaciones, dedicadas usualmente a la Virgen, y la otra a San Miguel. En cuanto a los matrimonios, se les casaba en masa, cuando los varones llegaban a los 17 años y las mujeres a los 15, y disponían de voluntad de casarse. La cantidad de habitantes impedía hacerlo de manera individualizada por la escasez de sacerdotes. No obstante, antes de la ceremonia se citaba en particular a cada contrayente, para investigar que viniese de manera voluntaria, y no forzada por la familia. A cada novio, recién casado, se le entregaba un hacha y un cuchillo, como ajuar de trabajo para la labranza.
Sin embargo, en 1768, la política ilustrada de Carlos III expulsaba a los jesuitas de sus posesiones, sumándose a la política anticristiana de Francia y Portugal, llegando a la extinción de la orden en 1773. La mayoría de los jesuitas expulsos eran criollos, que abandonaron su tierra para siempre. Muchos por las terribles condiciones en la travesía y el maltrato de sus guardianes. Su destierro culminará en lejanas tierras, donde su ciencia y cultura dará origen al renacimiento cultural de Prusia y Rusia. Así terminaba la experiencia del Paraíso jesuita.