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Karl Marx y Friedrich Engels, autores de El Manifiesto Comunista

Karl Marx y Friedrich Engels, autores de El Manifiesto Comunista

El 'Manifiesto Comunista' y el pensamiento único

Que en 1848 El Manifiesto Comunista despertará interés, es comprensible. Hoy solo puede provocar curiosidad. Sin embargo, Yolanda Díaz lo califica de ser una obra de gran poder transformadora

El que Yolanda Díaz, vicepresidenta de nuestro G

Gobierno, haya prologado este 2021 una reedición de El Manifiesto Comunista, ha vuelto a poner esta obra en el centro de la atención, así que convendría echarle de nuevo una ojeada.

Un fantasma recorre Europa, el del comunismoManifiesto Comunista

Este Manifiesto, publicado en 1848, con la firma de Karl Marx y Friedrich Engels, sintetizaba las ideas de la Liga Comunista, organización presuntamente obrera (en realidad la componían miembros de la intelligentsia) de ámbito europeo, carácter clandestino y vocación revolucionaria. Aquel año, y empezando en París, una oleada de motines recorrió toda Europa: la Revolución del 1848, también conocida como «La Primavera de los Pueblos».

Que en 1848 El Manifiesto Comunista despertará interés, es comprensible. Hoy solo puede provocar curiosidad como fase de la historia de las ideas. «Un fantasma recorre Europa, el del comunismo», se leía al empezar. En aquel frenesí revolucionario que sacudió a Francia, los distintos estados de la Confederación Germánica, el Imperio de los Habsburgo y varios estados italianos, pareció un texto profético. Se creyó que aquella ideología iba a barrer las estructuras políticas de Europa, y crear un mundo nuevo. Pero a día de hoy los partidos comunistas han ido a parar al vertedero de la historia. Si siguen sobreviviendo no ponen demasiado énfasis en proclamar su identidad y la difuminan. En España, si el PCE subsiste es camuflado como Izquierda Unida, y a través de ella en Unidas Podemos. Por otra parte, El Manifiesto proclamaba el triunfo inevitable del proletariado, una clase social que a día de hoy se encuentra en estado gaseoso. La nueva sociedad que iba a construir ese proletariado victorioso en su lucha contra la burguesía no le interesa a nadie. Si hay un texto «profético» que no lo haya sido en absoluto, ese es El Manifiesto.

Pero sigue valiendo la pena echarle una ojeada a El Manifiesto Comunista. Leer sus dos primeras partes, que desarrollan una efectista presentación del materialismo histórico, aunque aptas para convencer a ingenuos, es un ejercicio de paciencia, porque tras el derrumbe del Muro de Berlín solo pueden mover a risa. Lo importante es llegar hasta la III parte del libro: «Literatura Socialista y Comunista».

En la historia de España, este enfrentamiento entre marxistas y ácratas se convirtió en factor muy importante de la vida política

A cualquiera le suena el tremendo enfrentamiento que se produjo entre Marx y Mijail Bakunin (1814-1876), en el seno de la I Internacional, en la que militaron los dos autoproclamados mesías del pueblo oprimido. Entre 1870 y 1872 se enfrentaron a muerte por el liderazgo. Desde entonces existieron dos grandes corrientes en el llamado «movimiento obrero»: el marxismo y el anarquismo. Bakunin, líder de la segunda, se enfrentó a cara de perro con Marx (sin embargo, había sido el traductor al ruso de El Manifiesto), quien no soportaba ni la más mínima contradicción. En la historia de España, este enfrentamiento entre marxistas y ácratas se convirtió en factor muy importante de la vida política. Y los anarquistas españoles iban a tener ocasión de sufrir en sus carnes las consecuencias de los anatemas lanzados por Marx contra Bakunin.

Pero he ido demasiado lejos, ya que cuando se publicó El Manifiesto, Bakunin no se había enfrentado a Marx. ¿Qué interés tienen entonces las páginas de esa III parte de El Manifiesto? En la edición que he manejado, de hace ya años, El Manifiesto ocupaba 38 páginas –para darle empaque ese folleto venía acompañado de varios prólogos– y esa III parte ocupaba diez de ellas. Y, ¿en qué consiste? Pues bien, en sus páginas, Marx critica de la manera más brutal a cualquier tendencia que se haya proclamado socialista o comunista antes de él. Ridiculiza al que bautiza como «socialismo reaccionario», dividido por él en dos corrientes, el «socialismo feudal», sin citar ningún autor, pero que cabe imaginar coincide con la corriente que lideraría –años después– René de la Tour du Pin; y el «socialismo pequeño-burgués», que encarna en Jean Charles de Sismondi (1773-1842). A continuación, lanza sus diatribas sobre el «socialismo alemán», cargando contra Moses Hess (1812-1875) y Karl Grün (1817-1887). El paso siguiente es despellejar al socialismo «burgués o conservador», representado por Pierre Joseph Proudhon (1809-1865), uno de los hombres a quien más odió Marx. Y situándolos bajo la común etiqueta de «socialismo crítico-utópico», Marx vierte su desprecio contra los franceses Louis de Saint Simon (1760-1825), Charles Fourier (1772-1837), Etienne Cabet (1788-1856), Louis Blanqui (1805-1881), Louis Blanc (1811-1882), y también el británico Robert Owen (1771-1858).

Para Marx todo está muy claro, solo existe una verdad: la suya. No es que critique a los pensadores que defienden el capitalismo, lo que uno entendería. Es que su crítica se dirige reveladoramente contra todo aquel que ose definirse como socialista y no acate perrunamente sus ideas. No las desprecia como superadas, sino que las tilda de enemigas del proletariado.

Las purgas internas que han protagonizado los gobiernos comunistas, con Stalin acabando con Bujarin, Kamenev, Zinoviev y Trotsky; o con Mao liquidando sucesivamente a Liu-Cao-Qui, Lin-Piao y Chu-En-Lai son cualquier cosa menos casuales. No son sino el eco de esas páginas de El Manifiesto Comunista, donde Marx ajusta cuentas con los demás socialistas que en su día lucharon por mejorar las condiciones de vida de los humildes, pero no coincidían con sus análisis. La diferencia entre Marx, Stalin y Mao es que el primero nunca tuvo mando en plaza, y los siguientes dirigieron el país más grande del mundo y el más poblado respectivamente. Dejemos ya de tolerar la cantinela de que «el comunismo era una buena idea, que se aplicó mal», que exculpa a Marx y responsabiliza a gente como Stalin y Mao. El férreo dogmatismo intelectual que ha caracterizado a los regímenes comunistas en cualquier rincón del mundo estaba ya en El Manifiesto.

Para Marx todo está muy claro, solo existe una verdad: la suya

La purga, el ajuste de cuentas, contra todo el que disiente, es la más perdurable herencia del marxismo. La única, en realidad. No en vano Karl Marx dedicó la cuarta parte de El Manifiesto Comunista a condenar a todos los que sentía como enemigos por ser competidores en atraer el interés del proletariado. 

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