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Ruinas jesuíticas de San Ignacio Miní

La batalla de Mbororé: cuando los jesuitas lucharon contra la esclavitud en Argentina

La batalla de Mbororé ocurrió el 11 de marzo de 1641. Fue un choque bélico entre las misiones jesuíticas guaraníes y los bandeirantes portugueses que cautivaban indígenas para venderlos como esclavos

En la primavera de 1641, una fuerte expedición formada por 450 bandeirantes de la colonia portuguesa de Sao Paulo y varios miles de indios salvajes, adiestrados para el saqueo, atacó por enésima vez la zona comprendida entre el río Uruguay y el alto Paraná, donde se asentaban las más importantes de las misiones jesuíticas del Paraguay.

En 1604 se había fundado la Provincia Jesuítica del Paraguay, que había conseguido un inusitado éxito entre los guaraníes, hasta el punto de que en 1628 existían 13 grandes reducciones en las que vivían más de 100.000 indios.

Los bandeirantes paulistas, que en sus correrías por el interior brasileño cautivaban indígenas para venderlos como esclavos, pronto pusieron en peligro estas misiones. Las incursiones contra las mismas eran particularmente rentables ya que los bandeirantes podían capturar de una sola vez grandes cantidades de esclavos y obtener por esos indios, habituados al trabajo, y civilizados por los jesuitas, un precio mucho mayor que por los salvajes de las selvas.

Entre 1628 y 1631 deben haber sido aproximadamente 60.000 los indios de las reducciones, ya convertidos al cristianismo, que fueron cautivados y luego vendidos en los mercados brasileños de esclavos. Se saqueaba y se reducía a cenizas las misiones. Solo las de Loreto y San Ignacio, favorablemente situadas, pudieron mantenerse.

A la larga iba a ser imposible conservar los puestos avanzados, por lo que los jesuitas decidieron evacuarlos. Lo que siguió fue un éxodo de proporciones bíblicas. Más de 10.000 indios navegaron por el Paraná hacia el sur en botes y almadías de troncos. Sufrieron duras privaciones y grandes pérdidas, pero marcharon hacia la libertad que les ofrecían más al sur, las reducciones jesuíticas situadas en la actual provincia argentina de Misiones.

Ante la continuación de las correría portuguesas, los jesuitas decidieron organizar ellos mismos su propia defensa. Pidieron autorización a la Corona para armar a los guaraníes y cuando les fue concedido procedieron a instruirles militarmente. No eran escasos entre ellos los veteranos de los tercios españoles. En aquellos siglos, de intensa vivencia religiosa, fue bastante habitual que personas que brillaban en la milicia, la política, o la cultura experimentaran a lo largo de su vida una intensa conmoción que les condujo a tomar los hábitos, renunciando al éxito de la vida pública.

Varios de estos antiguos militares, entre ellos Domingo de Torres, Juan Cárdenas y Antonio Bernal, legos de la Orden, dirigieron la instrucción y prepararon al contingente guaraní. Desde Buenos Aires fueron enviados 11 hombres de armas españoles (nada menos) con algunas armas de fuego que contribuyeron al encuadramiento de los indígenas.

Aunque el encuadramiento y la estrategia general fue dirigida por los militares españoles y los legos jesuitas, el mando directo de las operaciones correspondió a los propios guaraníes, que organizados en compañías bajo la dirección de sus propios caciques, esperaron esta vez, a pie firme, a los bandeirantes y a sus auxiliares indígenas.

Los confiados invasores se encontraron con una resistencia encarnizada en un lugar remoto llamado Mbororé. Armadas poco más que con arcos, hondas y piedras, garrotes y macanas las milicias guaraníes consiguieron aplastar drásticamente a los bandeirantes después de varias jornadas de lucha sin cuartel. Las Misiones se habían salvado y no volverían a ser atacadas en muchos años.

Aquella batalla olvidada, consolidó una experiencia que venía de lejos y que constituye una de las más valiosas aportaciones españolas a la evolución de la conciencia de los hombres: los indios eran seres humanos libres, como había proclamado la Corona española. Nadie tenía derecho a esclavizarles ni a despojarles de su humanidad y por esa convicción merecía la pena luchar y morir, cualquiera que fuese el agresor.

Para la mentalidad de la época, la esclavitud no planteaba excesivos dilemas morales. Se aceptaba su existencia y se justificaba en determinadas circunstancias. El descubrimiento de América colocó a los españoles ante una realidad nueva: la existencia de grandes masas humanas, que pertenecían a un universo cultural diferente, pero que no eran hostiles en principio y cuyo atraso tecnológico y social les hacía susceptibles de ser dominados con relativa facilidad.

La tentación de la esclavitud surgió por ello de manera inmediata. La disculpa de que se trataba de salvajes antropófagos, inicialmente aceptada, fue posteriormente rechazada cuando gracias a la denuncia de los frailes de La Española se descubrió su falsedad. Por ello en 1500 la Corona prohibió la esclavitud de los indios, proclamando su inalienable derecho a ser libres.

Este reconocimiento general del derecho a la libertad de un colectivo humano tan amplio como el de los indios de América supone un paso fundamental en el avance moral de la humanidad hacia el reconocimiento intrínseco de la libertad como valor indisociablemente ligado a la condición humana y extensible por ello a todos los hombres. De ahí la impresionante modernidad de la política respecto a los indios iniciada por los Reyes Católicos y continuada por sus sucesores, que contrasta intensamente con la desarrollada por el resto de las naciones europeas que intervinieron en América.

Los debates sobre la libertad los indios presentaron una hondura moral extraordinaria y afectaron desde el principio a todos los estamentos de la sociedad castellana. Fray Bartolomé de las Casas no clamó en el desierto sobre el mal trato a los indios. Fue recibido por Cisneros y por Carlos V que ordenó su participación en las Juntas creadas para corregir los abusos denunciados, que, nunca corregidos del todo, fueron combatidos sin descanso por las autoridades y especialmente por la Iglesia Española.

Los abusos e injusticias cometidos constituyen un baldón irreparable que no puede disculparse con el argumento de que otros lo hicieron peor. Pero tampoco puede hacerse una valoración objetiva si se olvida el tremendo combate por la justicia que ennobleció el proceso de la conquista y que llevó a la conversión duradera de grandes masas humanas. Un proceso que tendió más a las relaciones comunitarias étnicas que a la segregación racial.

Mbororé constituye un monumento a la humanidad y a la justicia, pero su nombre es desconocido entre nosotros y sus protagonistas han pasado a un inmerecido y cruel olvido. Causa conmoción descubrir, en un autor extranjero, las hazañas de aquellos hombres humildes, legos jesuitas, indios cristianizados, pobres soldados desterrados a las colonias. Hombres que combatieron con honor en la eterna lucha por la justicia, hombres de apellidos familiares en los que reconocemos nuestra forma de ser y nuestras motivaciones. Que alentaron la esperanza y se sacrificaron sin esperar nada terrenal a cambio. Y que pasaron al olvido con la discreción de los buenos.