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'La Carga de Otumba', por Augusto Ferrer-Dalmau

Primera parte

La batalla de Otumba, parte I: Cortés contra la élite militar azteca

La batalla de Otumba se libró el 7 de julio de 1520 tras la «Noche Triste» de Cortés y  todo indicaba un final trágico para los soldados españoles. El enemigo vio en Otumba una oportunidad de ganar gloria y recuperar el prestigio de los invencibles aztecas

Tras el desastre de la «Noche Tristre», la expedición de Cortés casi había dejado de existir. 600 españoles habían quedado en Tenochtitlán, bien en el fondo de los canales, bien en los altares de los templos. Sus aliados tlaxcaltecas llevaron la peor parte, pues solo 100 quedaron del millar que salió de Tenochtitlán. Muchos caballos habían muerto, todos los cañones se habían perdido y los arcabuces que les quedaban estaban arruinados por la pólvora mojada. Seguramente aquel reducido y maltrecho contingente se hubiese entregado al pánico de no ser por su comandante. Cortés no se rendía, animó a sus hombres a seguir adelante. «Vamos, que nada nos falta», fueron sus palabras.

Cortés y sus capitanes debían llegar a la ciudad aliada de Tlaxcala, donde podrían reponer fuerzas y preparar la revancha. La marcha fue dura y penosa. El 7 de julio de 1520 llegaron al valle de Otumba. Ante ellos encontraron formada una marea de indios que bloqueaba el camino. Miles de guerreros, con sus macanas, lanzas y arcos, con sus pendones y estandartes ondeando, les aguardaban. En las primeras líneas se agrupaban las cofradías militares del Jaguar y del Águila, cuyos miembros, con sus trajes que imitaban a estos depredadores, conformaban la élite del ejército azteca. Los aztecas habían pregonado su victoria sobre los extranjeros y las cabezas barbadas de los españoles enviadas a las ciudades aliadas habían sido una elocuente muestra de que ni los misteriosos «dioses» podían vencer al poder mexica. La Triple Alianza, compuesta por Tenochtitlan y las vecinas Texcoco y Tacuba había reunido a todos sus efectivos para terminar el trabajo empezado la «Noche Triste» y no faltaban guerreros dispuestos a conseguir el favor de alguna deidad llevando a un orgulloso español hasta el altar. La guerra ya estaba ganada, aquello era ante todo una oportunidad de ganar gloria y recuperar el prestigio de los invencibles aztecas.

Una batalla difícil de ganar

Cuando los españoles vieron el enorme ejército que se hallaba ante ellos, supieron que iban a morir. No había ninguna oportunidad, habían llegado al final de la aventura. Conscientes de ello, se encomendaron a Dios. Dejarían el mundo como cristianos, en paz con el Señor, y como españoles, con la espada en la mano. Todos sabían el destino que los aztecas deparaban a los prisioneros.

Cortés agrupó a sus pocos jinetes. De ellos dependería la batalla

A la orden de sus capitanes, los escasos 400 españoles, heridos y hambrientos, formaron ante el rugiente océano enemigo. Los piqueros se colocaron tras los rodeleros, mientras los ballesteros formaban alas dispuestas a cubrir a sus compañeros. Santiguándose o maldiciendo, todo español ocupó su puesto. A su lado se situaron los 100 fieles tlaxcaltecas, miembros de un linaje guerrero cuyo odio hacia los aztecas se remontaban hasta perderse en la memoria. Ningún tlaxcalteca traicionaría aquel día a sus aliados, aquellos misteriosos hombres venidos del mar que les habían ayudado a entrar en Tenochtitlan no como carne para sacrificios, sino como conquistadores. Cortés agrupó a sus pocos jinetes. De ellos dependería la batalla. El ejército de la Triple Alianza era íntegramente infantería y bastante desorganizada. Los caballeros podían atacar y retirarse con relativa seguridad.

A una señal, el ciuacoatl ordenó atacar a sus hombres, y miles de indios se abalanzaron contra el medio millar de hombres de Cortés. La furia azteca se estrelló contra los escudos y picas de los españoles, que clavaron el pie de apoyo en tierra y aguantaron con firmeza la embestida. Los indios golpeaban con sus macanas tratando de arrastrar a los españoles fuera de la formación para capturarlos vivos. Entretanto, Cortés y sus jinetes hacían rápidas y breves cargas, la especialidad de la caballería ligera castellana, aprendida de unos auténticos maestros, los musulmanes. Los furibundos indios se lanzaban en pos de los caballos en cuanto los veían aparecer, pero los españoles siempre se zafaban de sus atacantes antes de ser acorralados, escapando tras dejar unos cuantos cadáveres tras de sí. Retomaban el aliento sobre una colina, buscaban el siguiente punto sobre el cuál lanzarse y, bajando las lanzas, espoleaban a sus monturas de vuelta al combate.

Las cargas de la caballería trataron de apoyar a los bravos aliados, pero estaba claro que los guerreros de Tlaxcala estaban en las últimas

Aun así, la aplastante superioridad numérica empezaba a hacerse notar. Los españoles reculaban lentamente, dejando decenas de indios tendidos por cada paso atrás, pero solo era cuestión de tiempo. Además, los tlaxcaltecas no aguantarían mucho más. En su flanco la igualdad en el equipamiento y la habilidad hacía que el número marcase la diferencia, y cada tlaxcalteca debía hacer frente a varios aztecas. Las cargas de la caballería trataron de apoyar a los bravos aliados, pero estaba claro que los guerreros de Tlaxcala estaban en las últimas. Los primeros síntomas de cansancio empezaban a aparecer. Cada vez menos, retrocediendo sin dejar de luchar, los españoles y los tlaxcaltecas veían acercarse la hora final. Pronto iban a reunirse con los compañeros perdidos en Tenochtitlan.

[Continúa en La batalla de Otumba, parte II]