El milagro del Vístula: la Virgen contra los bolcheviques
Para los bolcheviques el nuevo Estado polaco era la entrada militar a Europa. Los bolcheviques querían aprovechar la debilidad de una Europa agotada por la Guerra Mundial y salpicada de revueltas y descontentos para imponer la revolución comunista en todo el continente
El 15 de agosto de 1920 se libró una de las batallas más decisivas y desconocidas del siglo XX en Polonia. Se produjo a las afueras de Varsovia, a lo largo de la línea del río Vístula. Hacía apenas dos años que se había instaurado la Segunda República y Polonia por fin gozaba de una independencia de la que había carecido durante mucho tiempo. La había perdido en 1795, tras la tercera partición de la Mancomunidad Polaco-Lituana, y la acababa de recuperar. Era un Estado muy frágil que se había recompuesto tras la Primera Guerra Mundial con territorios de Alemania, Austria-Hungría y Rusia. En medio de la Guerra Civil Rusa, entre Rojos y Blancos, los bolcheviques, sintiéndose fuertes y con un Ejército rojo ya imparable, decidieron invadir Polonia, a la cual consideraban simplemente una provincia suya.
Para los bolcheviques, Polonia era el camino más directo para plantarse en Berlín y París
Esta invasión no era un fin en sí misma. Para los bolcheviques el nuevo Estado polaco era la entrada militar a Europa. Los bolcheviques querían aprovechar la debilidad de una Europa agotada por la Guerra Mundial y salpicada de revueltas y descontentos para imponer la revolución comunista en todo el continente. Lenin lo había dejado bien claro en un famoso discurso del 5 de mayo de 1920, que terminó con el grito: «¡Adelante a Occidente! ¡Por el cadáver de la blanca Polonia al corazón de Europa!». Polonia era el camino más directo para plantarse en Berlín y París. El imponente Ejército Rojo fue arrollando todos los obstáculos a su paso y se presentó, sin ningún contratiempo, ante las puertas de Varsovia. Todo estaba humanamente perdido debido a la desproporción de fuerzas, material y preparación. Europa, para colmo, rehuyó ayudar a Polonia. No envió ni tropas ni permitió venta de armamento. Sólo Hungría envió 30.000 efectivos que nunca llegaron al quedar inmovilizados por el Gobierno socialista de Checoslovaquia.
Para los polacos, la inexplicable victoria ante los bolcheviques, y ante una situación tan adversa, se debió a lo que llamaron el Milagro del Vístula. Los hechos fueron documentados con testimonios –tanto de polacos como de bolcheviques– por un jesuita: el Padre dr Józef Maria Bartnik. La victoria se produjo el día de la Asunción, un 15 de agosto de 1920. En la memoria de los católicos estaba muy presente la profecía de la Virgen en Fátima sobre Rusia y la expansión de sus errores. El episcopado polaco escribió una carta al Papa Benedicto XV, que decía «Durante dos años, nuestro país ha estado luchando contra los enemigos de la cruz de Cristo; contra los bolcheviques […]. Si Polonia sucumbe al ataque bolchevique, el mundo entero se verá amenazado con la derrota. Un nuevo diluvio nos inundará». El episcopado polaco hizo un llamamiento a los obispos del mundo, que decía «Porque no somos los únicos que estamos amenazados. Para el enemigo, Polonia es sólo un trampolín en el camino hacia la conquista del mundo entero […]Aquellos que dirigen el Bolchevismo llevan en su sangre el odio eterno por Cristo. El bolchevismo es la encarnación viviente y revelación del espíritu del Anticristo en la Tierra».
Desde que las fuerzas bolcheviques habían penetrado en Polonia, se realizó, en la católica nación, una cruzada de oraciones. Todas las iglesias estaban abiertas las 24 horas del día y los fieles acudían sin cesar. Mientras, iban llegando a Varsovia los aterradores testimonios de cómo los comunistas asesinaban a los intelectuales y sacerdotes que encontraban a su paso. La misma táctica que años más tarde utilizarían con la matanza de Katyn donde pretendieron descabezar a Polonia de su Intelligentzia. La Polonia católica suplicaba un milagro humanamente imposible. Tanto los bolcheviques como la mayoría de los expertos extranjeros y la prensa continental consideraban que la nación eslava estaba al borde de la trágica e inevitable derrota.
Los bolcheviques estaban tan absolutamente seguros de su victoria que fijaron el 15 de agosto la fecha de la conquista de la capital. Ya tenían preparado un gobierno comunista y contaban con 40.000 obreros comunistas polacos quintacolumnistas dispuestos a recibirles con los brazos abiertos. En definitiva, Varsovia estaba perdida. Pero al iniciarse el asalto se produjo un auténtico milagro para los creyentes, o un hecho inverosímil para los bolcheviques. Desde ambos bandos contendientes, se vio en el cielo una figura de la patrona de Varsovia, la Madre de la Gracia. Los testigos aseguraron verla con escudos protegiendo la ciudad. Hay testimonios de cientos de bolcheviques, curtidos en mil batallas y ateos hasta el tuétano, que quedaron aterrorizados y abandonaron sus armas, munición y cañones. Ello permitió un contrataque de las escasas fuerzas del mariscal Piłsudski que inexplicablemente hicieron retroceder al Ejército Rojo muy superior en hombres y medios.
Hoy en día, todavía nadie es capaz de explicar la repentina retirada del Ejército Rojo que permitió un contrataque victorioso de las escasas tropas polacas que defendían la ciudad desde las orillas del Vístula. La historia oficial otorga el mérito de la victoria al genio del mariscal Piłsudski. Sin embargo, muchos expertos y militares de alto rango de la época señalaban que Piłsudski carecía de formación militar y que su plan previo era propio de un aficionado. En la Polonia ocupada posteriormente por la URSS, nunca se habló de este excepcional hecho que quedó sumido en el olvido. Sólo los más devotos lo fueron transmitiendo de generación en generación y gracias al jesuita mencionado, Józef Maria Bartnik, ha quedado recogido en papel. La alegría de Polonia duraría poco. Todos sabemos cómo la invasión alemana en comandita con los soviéticos, precipitó la Segunda Guerra Mundial y nuevamente el sufrimiento del pueblo polaco que aún así consiguió conservar su fe hasta nuestros días.