La Guerra del Opio: cuando China dijo basta al narcotráfico inglés
La introducción de opio en China creció de forma exponencial y redujo rápidamente el déficit comercial. Como era de esperar, lo que para los británicos era una solución económica para los chinos se convirtió en un grave crisis social
Los chinos, hijos de una civilización más que bimilenaria, tienen un gran concepto de su patria. En su cosmovisión, el Reino de China es el centro del mundo, a su alrededor, en un grado inferior se encuentran los países en mayor o menor medida sinizados como Corea, Japón, Vietnam… y, por último, están las regiones absolutamente bárbaras entre los que se encuentra nuestra Europa.
Esta mentalidad quedó bien patente cuando lord Macartney se presentó en 1793 como embajador del Rey Jorge III de Inglaterra. Venía pidiendo al Emperador un tratado comercial, más puertos abiertos a los comerciantes británicos y una presencia diplomática permanente en la Corte. El orgullo inglés sin embargo chocó con la indiferencia del Emperador. El embajador que se negó a seguir el protocolo tradicional para hablar con el Emperador, es decir, postrado desde el suelo, pasó a mostrar toda clase de regalos, de tecnología e inventos ingleses. El Emperador le trató con condescendencia, pero sin interés. Después de ofrecerle un suntuoso banquete, a los días le mandó de vuelta a Londres con una carta donde decía que él «nunca había apreciado los artículos ingeniosos» y que «no tenía la mínima necesidad de manufacturas de Inglaterra».
La cuestión no era baladí para los ingleses, el ensimismamiento chino les estaba provocando un fuerte problema económico: el desequilibrio de la balanza de pagos. Los chinos exportaban grandes cantidades de té, sedas y porcelanas que cobraba en plata, pero, al no tener interés en los productos ingleses, no había forma de que la plata volviera a manos británicas. Una vez entraba en el mercado chino ya no salía de allí. Cuando la plata de América dejó de ser fácil de conseguir e Inglaterra empezó a pagar con sus propias reservas, que menguaban rápidamente, la cuestión se hizo crítica.
La producción del opio fue la solución británica de volver a recuperar la plata que se perdía mediante la exportación legal de productos chinos
El opio: la solución y la crisis
La Compañía de las Indias Orientales sin embargo pronto encontró una solución, afincada desde hacia tiempo en la vecina India, se dieron cuenta de que tenían la solución al alcance de sus manos: el opio. La fácil producción de esta adictiva droga en grandes cantidades y su introducción en China mediante contrabando fue la manera de volver a recuperar la plata que se perdía mediante la exportación legal de productos chinos. La introducción de opio en China creció de forma exponencial y redujo rápidamente el déficit comercial. Como era de esperar, lo que para los británicos era una solución económica para los chinos se convirtió en un grave crisis social. China prohibió en 1800 la importación legal de opio, y en 1813 totalmente su uso. Sin embargo, hacia 1820 probablemente un millón de chinos era adicto a la droga. El problema además era particularmente notorio entre las clases dirigentes, funcionarios, incluso príncipes. En 1830 el Emperador clamaba en un edicto:
«El opio está inundando el interior del imperio celestial. La multitud de consumidores crece día a día, y cada vez hay más gente que lo vende; son como fuego y humo, destruyendo nuestros recursos y haciendo daño a nuestros súbditos. Cada día es peor que el anterior».
El mismo Emperador llegó a plantearse la legalización de la droga, para poder controlarla, en el debate, sin embargo, se acabó por imponer la opción de implantar una política de guerra al opio.
Lin Zexu contra lord Palmerston
Lin Zexu, un ejemplar funcionario de alta moral confuciana fue nombrado comisario imperial en Cantón, la puerta del opio, para intentar acabar con la plaga. Primero invocando argumentos morales, llegó a escribir a la Reina Victoria una carta entre ingenua y amenazadora que acababa así:
«Nuestra Dinastía Celeste gobierna y supervisa una miríada de estados y seguramente tiene dignidad espiritual sin fin. Así, el emperador no puede ordenar la ejecución de nadie sin antes haber tratado de reformarlo por la educación. (…) A los mercaderes bárbaros de vuestro país, si quieren negociar por un período prolongado, se les requiere obedecer nuestros estatutos con respeto o cortar permanentemente el flujo de opio (…) Puede usted tamizar a los perversos de su pueblo antes de que vengan a China para garantizar la paz de vuestra nación, mostrar en adelante la sinceridad de vuestra política y conducir a ambos países a disfrutar juntos de la bendición de la paz».
El escrito no tuvo ni siquiera acuse de recibo. Los ingleses no estaban dispuestos a renunciar a tan pingüe negocio. Cuando Lin vio que las palabras no servían, impuso eficaces medidas: bloqueo de naves, expulsión de comerciantes, confiscación de mercancía. La nueva política provocó inquietud entre los comerciantes particulares que veían peligrar sus negocios, tanta alarma provocaron que el gobierno británico llegó a enviar una flota de castigo.
La superioridad naval inglesa puso enseguida en aprietos a la China, que firmó una paz permitiendo el asentamiento británico en Hong Kong y comprometiéndose a indemnizar por las pérdidas a los comerciantes (1840). Pero lord Palmerston no quedó satisfecho, el Reino Unido volvió a mandar una nueva flota que llegó a amenazar Nanjing la antigua capital del Reino (1841). China tuvo que volver a capitular.
El Tratado de Nianjing (1842)
La guerra acabó con un tratado fuertemente desigual en el que se abrían cinco puertos (entre ellos el de Shangai) a los comerciantes extranjeros y Hong Kong se entregaba a los ingleses a perpetuidad. El opio seguía causando estragos en la moral de los chinos que a su debilidad añadían ahora una gran humillación. No sería la última, a lo largo de cien años el gran Imperio sufriría una tras otra derrotas morales que minarían su secular autoestima. Entre ellas una segunda guerra del opio (56-60), donde a la codicia inglesa se añadió la brutalidad francesa, principal responsable del saqueo y quema del elegante Palacio de Verano de los Emperadores en Pekín. El suceso quedaría como símbolo de la barbarie europea en la memoria de los chinos.