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Ilustración del puerto de Clarence en 1840

Ilustración del puerto de Clarence, en 1840

El interés de los ingleses por las islas del golfo de Guinea hizo reivindicarlas como territorio español

El encargado de negocios británico en Madrid propuso en 1839 al gobierno español la compra de la isla. Alegó la falta de atención y la utilidad que para la represión de la trata significaba para la marina británica

Las islas de Fernando Poo y Annobón fueron cedidas por Portugal a España en los Tratados de San Ildefonso de 1777 y El Pardo de 1778. Ese segundo año fueron ocupadas por una expedición enviada desde Montevideo al mando del brigadier Conde de Argelejo. Con la expedición diezmada y sin perspectivas de colonización, en 1880 se abandonaron dejándolas bajo soberanía nominal y sin ocupación.

Hacia 1827, los buques británicos que visitaban la isla para aprovisionarse y hacer la aguada en sus rutas hacia El Cabo y otras colonias, establecieron una base en la bahía norte llamando a la pequeña ciudad Clarence, que luego sería Santa Isabel y hoy Malabo. Y allí mandaba como virrey el capitán Owen, que llegó a ser nombrado gobernador por Londres.

La pequeña población tenía cierta prosperidad; había comerciantes, misioneros, factores, médicos, artesanos y auxiliares de la marina. De tal forma, que se vivía como si fuera una colonia británica más y como tal apareció en algunos mapas ingleses de la época. La realidad era otra: en 1823, aprovechando el viaje del conde de Ofelia a Londres, se pactó solo la cesión del uso. Hubo –desde la postura gubernamental posterior– quien sostuvo que ese acto fue el primer intento de compra y que no se concluyó porque el Reino Unido no reconocía la soberanía española hasta 1835.

Estas actuaciones ponían de relieve el desentendimiento de España hacia territorios que no dominaba aunque fueran suyos

Estas actuaciones ponían de relieve el desentendimiento de España hacia territorios que no dominaba, aunque fueran suyos. Había exceso de dominio territorial y escaso capital humano y financiero para explotar Guinea cuando no se podía hacer lo propio con Filipinas, Carolinas o Marianas que se tenían desde siglos atrás.

Dada la conveniencia para Inglaterra y el desinterés de España, se propuso una compra. España mantenía una gravosa deuda con el Reino Unido desde 1828 y los intereses de la misma se hacían demasiado onerosos. En 1839 el atraso en el pago de estos era ya de cuatro trimestres. El 18 de abril de ese año, el encargado de negocios británico en Madrid propuso al gobierno español la compra de la isla. Alegaba la falta de atención española por las posesiones y la utilidad que para la represión de la trata significaba para la marina británica.

Por aquel entonces el presidente del Consejo de ministros era Evaristo Pérez de Castro, quien no veía claro el beneficio de ese negocio. En 1840 había finalizado la Guerra Carlista, para cuya financiación se contrajo con Francia otra deuda y otro gran gasto en el pago de intereses, y se aumentó la que se mantenía con Gran Bretaña por los gastos a sufragar de la Legión Auxiliar que aquel país envió. Tras la momentánea caída de Espartero, llega a presidente del gobierno Antonio González, un liberal de segundo orden y seguramente manejado por el anterior. En 1841 viajó a Londres donde le recibió Lord Palmerston que avanzaba en el proyecto y ofrecía sesenta mil libras, lo que daría para amortizar los intereses, pero no la deuda. El 9 de julio el gobierno español presentó a las Cortes un proyecto de ley para la cesión de las dos islas por el precio indicado. El 26 de ese mismo mes, la Gaceta de Madrid publicaba un largo artículo justificando la decisión por las condiciones de insalubridad y por haber perdido interés económico desde que se prohibió el tráfico de esclavos. Concluía que conservarlas supondría gastar mucho dinero. Acto seguido se formó una comisión para informar el proyecto.

Los españoles tenían olvidada las islas desde el gobierno e ignoradas desde el pueblo

Entonces, se produjo una reacción inesperada: ante la posible venta, surgió una reacción nacional de grandes proporciones que asustó al gobierno. Había dos causas: el exiguo precio y la ofensa a la dignidad nacional. Y dos frentes: la prensa y los partidos.

El proyecto gubernamental tuvo defensores en las publicaciones como Fray Gerundio o La Constitución, que opinaban que no servían para nada a España, que no se podían considerar parte de la nación como Barcelona o Cádiz y que solo eran útiles para algunos negreros. Es decir, los mismos argumentos que argüía el presidente. Sin embargo, los grandes defensores de Espartero y el gobierno que eran El Eco del Comercio y El Hablador Patriota apenas entraron en el asunto, se supone que porque no veían la bondad del asunto. En contra estaban periódicos como El Corresponsal de Aribau que sospechaba que detrás de esta venta podrían ir las de Filipinas, Marianas o Canarias y que suponía cerrar la puerta al comercio futuro con el continente dada la posición estratégica de las islas. En el mismo sentido, pero con mayor dureza se expresaba El Correo Nacional de Andrés Borrego que, en largos artículos, entendía que defender la soberanía no era una cuestión de bandería sino de nacionalidad; y que se cerrarían las puertas de un modo irremediable a ventajas futuras para el comercio o la colonización agrícola.

El fracaso parlamentario, no tenía más remedio que idear algo para tener dominio sobre ellos. Y ese fue el origen de las expediciones del siglo XIX a Guinea

La reacción de la prensa, que nunca se había interesado por las islas del golfo de Guinea, se aprovechó por la oposición moderada para atacar al gobierno y al regente. También para alimentar la campaña de prensa contra los que pretendían disminuir el territorio español por una miseria. El periódico satírico El Cangrejo señalaba el 24 de agosto de 1841 que si no valían nada las dos islitas, ¿por qué las querían los ingleses? La prensa dio los argumentos a la oposición. La reacción ante el proyecto fue muy fuerte y el gobierno no se vio con fuerzas para mantener un proyecto tan impopular. Finalmente, el 23 de agosto de 1841 Antonio González, ministro de Estado, comunicó al Senado el decreto del regente retirando el proyecto.

Lo que quedó claro fue que el gobierno no sabía qué hacer con los territorios, pero que, después del fracaso parlamentario, no tenía más remedio que idear algo para tener dominio sobre ellos. Y ese fue el origen de las expediciones del siglo XIX a Guinea.

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