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El chasis del primer Panzer

Centenario de las unidades acorazadas españolas

El primer tanque ligero alemán, el Panzer I, en la guerra de España

Cuando los alemanes decidieron enviar carros de combate a los militares sublevados en España, Hitler llevaba en el poder tres años y medio, período en el que se habían acelerado todos los programas de rearme alemán

En julio de 1936, el Ejército español no se había percatado de la importancia que iban a tener en las guerras del futuro, los medios de combate acorazados y blindados. Y, casualmente, el futuro estaba a punto de llamar a la puerta de nuestro país en forma de conflicto bélico en el que, por vez primera, el arma acorazada iba a ser determinante.

Una docena de viejos Renault FT-17, que ya habían combatido en la Primera Guerra Mundial y después en la Guerra de Marruecos, constituían lo que pomposamente se configuró en tiempos de la República, como dos regimientos, sí, han leído bien, dos regimientos de carros de combate: uno en Madrid y otro en Zaragoza. Mucha unidad para tan exiguo parque acorazado.

Un parque acorazado obsoleto y muy poco efectivo, pues hay que apuntar que todos los Renault FT-17 comprados por España en los años veinte del pasado siglo, eran carros dotados de ametralladora, su velocidad máxima no llegaba a los 7 km/h, y su autonomía, con suerte, alcanzaba los 35 kilómetros. No cabe duda de que la época de los Renault ya había pasado.

El capitán H. Stemmer ante un Panzer I

Cuando los alemanes decidieron enviar carros de combate a los militares sublevados en España, Hitler llevaba en el poder tres años y medio, período en el que se habían acelerado todos los programas de rearme alemán, incumpliendo sistemáticamente las cláusulas del Tratado de Versalles. Pero no es menos cierto que dichas cláusulas se venían transgrediendo desde mucho tiempo atrás.

Empresas punteras como Rheinmetall o Daimler-Benz, habían desarrollado entre 1924 y 1926, en plena República de Weimar, hasta 16 prototipos –ligeros y pesados– de carros de combate, armados con cañones que iban desde los 37 hasta los 75 mm, y lo más curioso: con la connivencia de las autoridades soviéticas de la época, habían probado sus diseños y compartido su filosofía de combate en el polígono de maniobras de Kazán, ubicado en el corazón de la URSS, alejado convenientemente de los ojos de los observadores europeos.

Teóricos visionarios, como los generales Lutz o Guderian, habían abogado por la primacía del «tanque» –«panzer» en su lengua–, en las futuras guerras, desarrollando la industria germana de principios de los 30, diversos modelos que aunaran las características deseables en un medio de combate: velocidad, protección para sus tripulantes y potencia de fuego.

Hasta que Alemania estuviera en condiciones de poder producir los modelos de carros que necesitaba, el alto mando germano tomó la decisión de fabricar un carro ligero, barato y práctico, y que a la vez no constituyera un motivo de alarma entre los países europeos, que veían con preocupación el proceso de rearme alemán. A mediados de 1932, la empresa Krupp desarrollaba y presentaba al ejército un prototipo de carro ligero –inspirado en el británico Vickers Carden Lloyd– que se convertiría en poco tiempo, tras un camuflaje semántico por efecto de la vigencia del Tratado de Versalles, en el primero de la saga de los «panzer»: el Panzerkampfwagen I.

La Fábrica de Cañones Krupp durante la Primera Guerra Mundial

Y fueron, precisamente estos «panzer» ligeros, baratos y funcionales, los que Hitler decidió enviar a la Guerra de España en septiembre de 1936, al mando de uno de sus más avezados e inteligentes oficiales carristas, el entonces teniente coronel Wilhelm Ritter von Thoma, que alcanzaría notoriedad militar cuando tomó el mando del Afrika Korps como General der Panzertruppe, y cuando se rindió a Montgomery en el verano de 1942.

Los sublevados no tenían tanques y los necesitaban como agua de mayo, por eso Von Thoma y sus hombres desembarcaron en Sevilla en septiembre de 1936 con dos compañías de Panzer I y todos los servicios necesarios para poner en marcha una unidad acorazada. Máquinas e instructores, armas y repuestos, y mucha voluntad para enseñar a manejar las nuevas armas a los soldados del Regimiento «Argel», de Cáceres, que a partir de aquel momento combatirían subidos en aquellos tanques. El teniente coronel alemán se dio cuenta de que no era fácil instruir a los españoles en el manejo de unos vehículos que eran el blanco del fuego enemigo allá donde se presentaban.

Había que tener mucha sangre fría para meterse en aquellas «latas de sardinas», en un día de calor peninsular –en Brunete, por ejemplo– sudando la gota gorda y encarando la batalla, allí, encerrados, con unas armas defensivas limitadas y sabiendo que el blindaje de aquel «ataúd con orugas» aguantaría, como mucho, las balas de fusil disparadas desde muy lejos.

Panzer I del bando sublevado

Hay que decir que los instructores alemanes «chocaron» con los españoles muchas veces. Von Thoma se desgañitaba haciendo entender a los conductores de carros que aquello no era un camión ni un autobús –la mayoría de los conductores lo eran de esos vehículos–, que había que llevar a rajatabla germánica unas tácticas concretas, que había que cuidar el material y que era necesario imprimir a sus actuaciones mayor empuje y acometividad. Llegaría a conseguir sus propósitos muy avanzada la guerra, cuando la unidad de carros del Ejército del Norte pasó a formar parte de La Legión, un cuerpo de elite que transmitiría a la unidad carrista su especial idiosincrasia.

Pese a todo, las relaciones del jefe teutón nunca fueron buenas con los mandos de la agrupación de carros hispana, todo lo contrario de lo que ocurriría con la de cañones antitanque, cuyo material, también de origen alemán, llevaría el peso de la lucha contra los poderosos tanques rusos del enemigo. Von Thoma dejó algún documento por escrito que así lo atestigua.

No obstante, todas las desavenencias y sinsabores vividos, la semilla germana en las unidades carristas españolas florecería pronto, y cuando los mandos militares del III Reich volvieron a su patria, dejaron en España todo su material y toda su impronta. Una impronta que acompañaría a los sufridos tripulantes de carros españoles durante muchos años. A estos les cupo el honor de haber sido entrenados por los mejores carristas de la historia, algo que demostraron los teutones a lo largo de la Segunda Guerra Mundial.