La masacre de Manila
La batalla de Manila: murieron 100.000 civiles por el mal perder de los japoneses
La masacre en Manila está considerada como uno de los mayores crímenes de guerra cometidos por el Ejército Imperial de Japón
En los compases finales de la Segunda Guerra Mundial, en Manila, capital de Filipinas, acontecería una de las masacres más cruentas y menos conocidas que dejó el marco del periodo bélico del siglo XX: la batalla de Manila de 1945, considerada como el tercer conflicto más sangriento de la contienda en la que se enfrentaron norteamericanos y japoneses por la liberación de la capital filipina.
Los soldados nipones, ahogados por la vergüenza de una derrota inminente, arremetieron contra la población civil, filipina, española e hispanofilipina. Asesinaron sistemáticamente a 100.000 civiles, de los cuales 238 eran ciudadanos españoles. Los bombardeos asolaron los barrios residenciales de Malate, Ermita e Intramuros (las únicas zonas de la ciudad donde el español era la lengua habitual en la calle) destruyendo el legado arquitectónico y cultural de aquellos tres siglos de dominación colonial española.
Prólogo de la masacre
En el contexto de la Guerra del Pacífico, detonada por el bombardeo de Peal Harbor, así como de la Segunda Guerra Mundial, el 24 de diciembre las tropas japonesas desembarcaron en Filipinas. Meses más tarde, la provincia de Bataán en la región de Luzón caía en manos niponas. La defensa estadounidense se estableció en el sitio de Corregidor, fortaleza que negaba el control de la bahía de Manila a los invasores. En marzo de 1942, mientras los japoneses iban ampliando su control en las islas Filipinas, el general MacArthur se atrincheró en la Bahía de Corregidor, donde aguantó unos meses hasta huir, finalmente, a Australia, donde pronunció su célebre frase «I shall return» y declaró la capital como «ciudad abierta». Esto quería decir que, ante la inminente conquista, el general americano establecía que Manila se rendiría sin combate.
Japón quería asianizar Filipinas, un país que había «sometido» a los Occidentales
Japón buscaba en Filipinas dos objetivos principales: ganar la guerra y conseguir para el «Emperador del sol naciente» nuevos súbditos leales que ayudasen a asianizar un país que se había «sometido» a los Occidentales.
Según el historiador Florentino Rodao, la reacción nativa ante los nuevos ocupantes fue, sobre todo, un esperar y ver. Por su parte, la comunidad española, que incluía a mestizos y filipinos hispanizados, tenía como objetivo mantenerse en una posición que les permitiese estar lo mejor posible durante el nuevo periodo. Cabe destacar que eran tiempos en el que Franco y el Emperador Hirohito eran aliados: el caudillo tenía la esperanza de recuperar la influencia hispana bajo el dominio japonés en Filipinas, al tiempo que Japón vio en las huellas españolas del país asiático un amigo para salir vencedor del conflicto (hecho que chocaba con su propósito de asianizar el país). Sin embargo, de aliados pasaron a ser masacrados.
Los japoneses en realidad no llegaron a ocupar el extenso archipiélago filipino. Pronto apareció la resistencia y las guerrillas antijaponesas en la que tuvieron gran protagonismo los grupos españoles. Estos guerrilleros ayudaron en el desembarco americano en Leyte donde el general MacArthur cumplió su promesa de regresar en octubre de 1944, pero el camino hacia Manila iba a ser largo y sangriento.
Desesperados por un final inminente
En febrero de 1945, tras el primer enfrentamiento en la parte norte de la ciudad para liberar a los rehenes de la Universidad de Santo Tomás, las unidades japonesas (sobre todo las marinas), bajo el mando del contraalmirante Sanji Iwabushi, fortifican la parte sur de la ciudad para atrincherarse ante la llegada de las divisiones norteamericanas. Los soldados y marineros nipones atacaron a diestro y siniestro a los refugiados filipinos mientras intentaban huir ante la ineludible batalla. Pero en su huida también fueron alcanzados por la artillería aliada que, sin escatimar en la potencia de fuego y en aviación para abrirse paso, arrojó ceca de dieciséis mil bombas a la ya herida Manila.
Las tropas estadounidenses fueron entrando casa por casa y edificio por edificio para sacar a las fuerzas niponas allí atrincheradas. Arrinconados por los americanos, el general Yamashita ordenó al contraalmirante Iwabushi a evacuar inmediatamente, al igual que la destrucción de todos los puentes y otras instalaciones tan pronto como las fuerzas estadounidenses aparecieran. Sin embargo, haciendo oídos sordos, permaneció en la ciudad, decido a librar una última batalla en Manila. Construyeron posiciones defensivas en la ciudad, incluyendo Intramuros. A medida que los japoneses veían que iban perdiendo la guerra, se ensañaron aún más con la ciudad y sus habitantes.
La violencia, los asesinatos y los bombardeos duraron un mes entero. Las tropas japonesas ahogadas por la deshonra que implicaba su pronta derrota, mataron a civiles filipinos y residentes de cualquier nacionalidad. En una entrevista concedida al diario Abc, la autora del libro La última de Filipinas, Carmen Güell, recogía un testimonio de una de las supervivientes de origen español: «Cuando perdieron [los japoneses] todo se complicó y el trato a la población se volvió violento. […] No podían tolerar que el resto del mundo se enterase de su humillación, así que se negaron a abandonar el país por las buenas y se produjo una matanza indiscriminada».
La esperada liberación llegaría el 3 de marzo de 1945, justo un mes después del primer ataque. Durante aquel mes de lucha, los estadounidenses y japoneses desolaron la capital de Filipinas, que perdió gran parte de su tesoro histórico y cultural, además de gran parte de sus habitantes.