Dos de Mayo, la cristalización de la nación española
El pueblo español ofreció un modelo a una Europa pusilánime que, siguiendo ese ejemplo ibérico, enfrentó al Emperador Bonaparte con un enemigo más poderoso que los reyes: la nación
Hace doscientos años el pueblo español entró en la arena pública y se hizo protagonista de su destino. Mientras la mayor parte de la clase dirigente nacional se rendía ante Napoleón, los españoles: majas, aguadores, herreros, campesinos, soldados, etc., proclamaron su derecho a su nación y a su gobierno. Expresaron su rebeldía ante las imposiciones que llegaban desde Francia, basadas en las bocas de los cañones y en el filo de las bayonetas. Fernando VII no era digno de ese esfuerzo ni de ese sacrificio pero España sí. La nación ocupó, de una vez por todas, el lugar de la lealtad al señor natural. El Ejército francés no traía igualdad, fraternidad ni libertad, presuntos ideales jacobinos, sino arrogancia y dominio. Estaba mandado por un Emperador despótico, embriagado por sus éxitos militares, tanto reales como inventados por una prensa que controlaba magistralmente.
El Dos de Mayo de 1808 el pueblo español entró en política para no irse de ella jamás
El alzamiento en la capital prendió en toda España. Lo iniciaron dos mil madrileños, como las señoras Malasaña y Clara del Rey, y 71 militares, de los que tenían la máxima graduación los capitanes Daoiz y Velarde. El pueblo español ofreció un modelo –en palabras de Chateaubriand– a una Europa pusilánime que, siguiendo ese ejemplo ibérico, enfrentó al Emperador Bonaparte con un enemigo más poderoso que los reyes: la nación, que en 1808 comienza su alzamiento en España. El Dos de Mayo de 1808 el pueblo español entró en política para no irse de ella jamás.
Dos de Mayo
Goya nos dejó prueba gráfica de aquel día de mayo. Podemos ver a los mamelucos cargando contra un pueblo que se defiende con cuanto tiene a mano. A los centenares de muertos en las luchas callejeras se suman los fusilados el tres de mayo. En Los emblemas de la razón, Jean Starobinski ofrece una interpretación del cuadro de Goya sobre los fusilamientos del Tres de Mayo. Presenta a los condenados como masa anónima, solo destaca el grito del hombre con la camisa blanca, a punto de ser masacrado en un acto de barbarie, por añadidura racional en su forma de organización. El cuadro enfrenta un grupo desordenado frente al orden perfecto del pelotón de fusilamiento francés.
El Ejército francés no traía igualdad, fraternidad ni libertad, presuntos ideales jacobinos, sino arrogancia y dominio
El 2 de mayo Madrid no superaba los 160.000 habitantes y el Ejército español lo formaban no más de 9.000 soldados. El Ejército francés en Madrid por el contrario encuadraba a 10.000 soldados asentados en la capital y unos 2.000 más pululando por los alrededores. De ellos, más de 3.000 eran veteranos curtidos de la Guardia Imperial. Hoy nos dicen que los rebeldes patriotas de ese día eran en un 45% asalariados; otro 27% fueron funcionarios; los militares apenas llegaron al 15%.
Madrid
En febrero de 1808 había ya en la Península Ibérica 70.000 soldados franceses. Era ya evidente que no se dirigían exclusivamente a Portugal y que España estaba siendo ocupada. En marzo, diversos incidentes dejaron un saldo de tres soldados galos muertos y otros tantos heridos. Hay más. Un soldado francés fue rodeado y reducido por un pequeño grupo en la Plaza de la Armería, pero una avanzadilla gala impidió que pasara a mayores. La noticia corrió como la pólvora, y el pueblo estaba decidido a levantarse. La ira, la cólera, se desató, todo el pueblo acudió a la calle Nueva arrojándose sobre los artilleros franceses. «Armas, armas» resonaba en las calles, cualquier herramienta sacada de las cocinas o de las herrerías valía para luchar. La insurrección empezó a ser un hecho, San Justo, la Plazuela de la Villa, en la cava de San Miguel se luchaba contra soldados franceses; en torno de la Puerta del Sol un grupo apostado en la esquina del callejón de la Chamberga se enfrenta a la soberbia caballería imperial, una maja cayó con la cabeza abierta por un sablazo.
La villanía espoleó el coraje de los hombres. Los soldados extranjeros intentaron violar a Manuela Malasaña, una costurera de 15 años, la moza se defendió con furia y con unas tijeras. Fue asesinada en plena calle. En la Puerta del Sol hombres y mujeres luchaban contra los coraceros, varios fusiles fueron a parar en las manos de los madrileños, por la calle Mayor ya no se veía un francés, «Han huido, no ha quedado ni uno para simiente de rábanos» gritaban los rebeldes hasta que escuchan el ruido de tambores y cornetas y las pisadas de caballos. Todas las divisiones y cuerpos del Ejército francés estaban allí –eran los infantes, artilleros y jinetes de Austerlitz–. Montera, Carretas, la carrera de San Jerónimo, la Puerta del Sol. Los mamelucos, los pretorianos franceses, actuaron sin piedad, la lucha desigual duró hasta la madrugada. Lamentos, gritos, hombres, mujeres y niños. Hasta Neptuno contempló los fogonazos que iluminaron aquella noche.
El más poderoso genio de la guerra es la conciencia nacional
En Móstoles los alcaldes firmaban un manifiesto de lucha contra los franceses. La pluma era ilustrada: «Españoles, la Patria está en peligro, acudid y salvadla». Las noticias se extendieron el mismo día por Extremadura, Andalucía… Y los españoles se alzaron contra los invasores siguiendo a sus compatriotas madrileños que han encendido la llama de la insurrección. El 3 de mayo, centenares de sublevados fueron fusilados, arcabuceados y quemados tras haber sufrido tortura, todo en una noche. El Cuartel de la Montaña, el Cerro del Príncipe Pío y la Casa de Correos de la Puerta del Sol son testigos.
La guerra por la independencia había comenzado. Nadie lo cuenta mejor que Galdós. Escribe este un párrafo sintético de la jornada del 2 mayo de 1808: «...advertí que la multitud aumentaba, apretándose más. Componían la personas de uno y otro sexo y de todas las clases de la sociedad, espontáneamente reunidas por uno de esos llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados, que no parten de ninguna voz oficial y resuenan de improviso en los oídos de un pueblo entero (…) raras veces presenta la Historia ejemplos como aquél, porque el sentimiento patrio no hace milagros sino cuando es una condensación colosal, una unidad sin discrepancias de ningún género, y, por tanto, una fuerza irresistible y superior a cuantos obstáculos pueden oponerle los recursos materiales, el genio militar y la muchedumbre de enemigos. El más poderoso genio de la guerra es la conciencia nacional, y la disciplina que da más cohesión, el patriotismo».
Los días después
El 10 de mayo el Diario de Madrid, periódico afrancesado, defiende «la integridad e independencia de la nación», aun justificando la voluntad imperial. Esas dos ideas reaparecen en artículos y manifiestos de uno y otro bando.
El 6 de junio de 1808, la Junta Suprema de Sevilla se dirige a Napoleón exigiéndole que «respete los derechos sagrados de la Nación, que ha violado, y su libertad, integridad e independencia». La rebelión no la asumen unas instituciones sumisas a los dictados del invasor. García de Cortázar describe un Ejército acuartelado, que abandona a los pocos oficiales unidos al arrebato pasional de los madrileños, una larga nómina de gente letrada que confía en las tropas imperiales y en un Rey de dinastía napoleónica para la prolongación del despotismo ilustrado, y una burocracia y unos monarcas entregados a Napoleón. El vacío institucional tras la rendición de los «poderes constituidos» ante el invasor facilitó la cristalización del protagonismo nacional, cuya soberanía carecería de depositario institucional hasta Cádiz. En la constitución que allí se elaboró, proclamaron: «la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios».
Muchos ilustrados españoles se unieron a ese pueblo en la lucha por la independencia: el conde de Toreno, Argüelles, Flórez Estrada, Muñoz Torrero, Martínez de la Rosa... Cádiz será la cima de esa nación, estrenando constitución. Juan Pérez Villamil escribía: «La nación española con esta gran turbación debe entrar en un nuevo ser político» mediante una Constitución que destierre «el monstruo del despotismo», de acuerdo con el principio de que «los reyes son para el pueblo y no el pueblo para los reyes».
Los españoles se portaron, en masa, como un hombre de honor
Recursos
España en el siglo XVIII era un país relativamente rico, con mayores ingresos que la mayor parte de las naciones de Europa. De hecho, en los acercamientos y alianzas de los patriotas españoles a otros grupos nacionales antifranceses, tanto los austriacos como los prusianos pidieron dinero. Cuantos litigaron en la guerra de la independencia de España mostraron sus ávidas apetencias por el imperio solar español.
Tropas
Francia llegó a tener cerca de 355.000 hombres en España, ya no bajó nunca de los 200.000. Muchos eran veteranos de campañas anteriores, como los Mamelucos, los Coraceros y los granaderos de la Vieja Guardia. Las tropas españolas, por su lado, eran bisoñas en su mayor parte, compuesto el ejército regular por unos 150.000 hombres que fueron vapuleados por los experimentados franceses en distintas ocasiones pero esos españoles volvían de nuevo a combatir. Los guerrilleros se situaban entre los 30.000 y los 50.000 hombres. El mantenimiento de unos y de otros quedó en manos del trigo castellano. Napoleón pensaba que sus ejércitos debían ser autosuficientes sobre el terreno. Esto provocó que muchas unidades francesas pasaran a comer media ración y no tuvieran calzado y ropa para reponer.
Desde el 2 de mayo al 19 de julio la resistencia patriota triunfa. El uno de agosto, el usurpador José I abandonaría Madrid. En otoño llegaba Napoleón en persona con un Ejército enorme para conquistar la Península. Tuvo que abandonar sus campañas para derrotar a los españoles en Burgos y Somosierra. El 4 de diciembre el Emperador corso comenzaba a legislar la reforma en la línea que los ilustrados españoles llevaban pidiendo muchos años. Será en Cádiz cuando una Constitución, la primera, la Pepa, recoja la soberanía nacional pero esa es ya otra historia.
En el destierro definitivo de Santa Elena, Napoleón escribirá: «Los españoles se portaron, en masa, como un hombre de honor.»