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Fusilamiento del monumento al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles por un grupo de partidarios del bando republicano

Fusilamiento del monumento al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles por un grupo de partidarios del bando republicano

La reacción del carlismo ante el anticlericalismo de la Segunda República

Más que la proclamación de la Segunda República, el 14 de abril de 1931 fueron las primeras manifestaciones anticlericales las que otorgaron una nueva oportunidad al carlismo que intentó ocupar un primer lugar

Desde sus orígenes, la estructura íntima del carlismo descansaba en la vinculación total de la fe religiosa con unas determinadas y únicas formas culturales de acción. Más que la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931, fueron las primeras manifestaciones anticlericales las que otorgaron una nueva oportunidad al carlismo que intentó ocupar un primer lugar tanto en la movilización católica como en el desarrollo de los partidos de masas a la derecha. Pero no debe olvidarse que la reacción católica contra la política religiosa del bienio republicano-socialista fue plural: integrismo, accidentalismo y posibilismo fueron líneas divisorias que la Comunión Tradicionalista pronto advirtió. Movimiento popular y monárquico, el carlismo fue, más que nunca, un cruce entre tradición y profecía.

Ejemplaridad religiosa

Para los legitimistas, la fe era un elemento claro en su ideario –Dios, Patria, Rey, Fueros–, pues forjaba espacios comunitarios de libertad, afirmaba una determinada visión del mundo y era un valor ético y moral vivido intensamente a niveles populares. La Iglesia católica, con sus rituales tradicionales, afianzaba ese sentimiento de comunidad y ayudaba a forjar sus líderes, presentados como mártires, cruzados o santos. La jerarquía social que reivindicaban tenía su legitimidad en la ejemplaridad religiosa. La fe era un valor plástico, extrapolable a la vivencia popular, y el sacerdote era el primero en participar en ella como un campesino más. La religión ayudaba, asimismo, a sostener el concepto de fidelidad característica de los carlistas y al sentir que su fe se encontraba amenazada durante la República, los tradicionalistas aceptaron marchar por el camino de la sublevación, elemento purificador y terapéutico que su misma tradición de guerras en el siglo XIX había legitimado, semejando ser consustancial a este movimiento político.

La religión ayudaba, asimismo, a sostener el concepto de fidelidad característica de los carlistas y al sentir que su fe se encontraba amenazada durante la República

Los carlistas utilizaron notablemente todos los paralelismos históricos entre 1868 y 1931, entre ellos el carácter de revolución anticlerical. Sin embargo, estas iniciativas no bastaron, pues resultaba ineludible cierta modernización organizativa, por ello resultó sorprendente la fase que emprendió la Comunión Tradicionalista en un espacio de tiempo tan corto, paralela a la de un partido de masas católico como la CEDA. Los carlistas utilizaron el repertorio moderno de protesta contra la política anticatólica de las izquierdas: recogida de firmas, organización de mítines y conferencias en ciudades y grandes pueblos de toda la geografía española. No obstante, el discurso carlista continuó moviéndose entre dos polos. Si por una parte idealizó un Estado de mínimos, instrumento que reflejaba los consensos y las jerarquías sociales, por otra parte exigió construir un Estado que se impusiera sobre la revolución que amenazaba la sociedad y ayudara a restaurar la nación ideal. Los males de la época serían corregidos por el mismo a través de la religión –componente decisivo de identidad nacional y garantía metapositiva– y la apelación a las jerarquías ejemplares como base del orden justo. Ese nacionalismo, esa apelación social a personas íntegras de cualquier grupo social y el renovado deber religioso encontraron pronto cierto eco.

Unidad religiosa, unidad nacional

Los carlistas trataron de utilizar recursos que procedían del conjunto de ritos y símbolos contenidos en la tradición litúrgica y devocional de la propia Iglesia como las devociones del Sagrado Corazón de Jesús y la de la Santa Cruz, entre otras. Conjunto que había sido reforzado emocionalmente durante los últimos cincuenta años y que había supuesto una explosión de las manifestaciones públicas de piedad. En esta misma línea de actuación los carlistas también organizaron «peregrinaciones tradicionalistas» a Roma y los Santos Lugares, movilizaciones que intentaron demostrar la vigencia del catolicismo español y, paralelamente, la identificación total de la Causa con la religión. En esos momentos no sólo se afianzó la cultura de resistencia sino la del martirio. Como católicos integristas, los legitimistas mantuvieron una lectura mítica de la historia nacional realizada en clave religiosa, una visión que también proporcionaba argumentos para la lucha. La unidad religiosa era el elemento constitutivo de la unidad nacional y la Segunda República amenazaba su existencia, su misma esencia, por lo que la lucha por la religión y lucha por la nación se identificaron para los carlistas, al igual que para numerosos católicos. A la percepción del peligro contribuyeron no sólo las disposiciones legales en materia religiosa sino la movilización anticlerical que llegó a ser muy violenta.

La Segunda República amenazaba la unidad por lo que la lucha por la religión y lucha por la nación se identificaron para los carlistas

Infatigables al desaliento, los carlistas se mostraron, pues, dispuestos al martirio, es decir, al sacrificio, al sufrimiento, a la persecución, como los cristianos frente a los paganos romanos, como los católicos frente a los arrianos y musulmanes, por lo que su líder Manuel Fal Conde llegó a ser presentado como «el caudillo de la III Reconquista» en la prensa afín, y comparado por el cardenal Pedro Segura como «uno de aquellos valientes confesores de la fe de los primeros tiempos». Esta sublimación de lo religioso y el sacrificio permitió sacralizar todo acto cotidiano, introduciéndolo en un ceremonial legitimador en el que hasta el más mínimo detalle se llenaba de significado. Los requetés, reorganizados e impulsados durante el quinquenio republicano, tuvieron que asumir que eran mártires de Cristo, como sus antepasados carlistas del siglo XIX. Dispuestos a hacer confesión de fe en un mundo secularizado, la vinculación de los carlistas con el catolicismo intentó ser menos una obligación, marcada por la costumbre, para alcanzar el grado de compromiso militante, del que trataron siempre de hacer gala en sus manifestaciones públicas.

El carlismo intentó reconquistar España, recuperar «la verdadera España»

Al ser un medio hostil, los tradicionalistas procuraron conquistar la calle pero también organizaron espacios propios de comunicación y sociabilidad donde se reconocieron, se dieron mutuamente la razón y se procuraron sustento moral y fuerzas para aguantar . Por ello, entre 1931 y 1936, aumentó extraordinariamente la prensa de la Comunión Tradicionalista, se impulsaron sus sindicatos o agrupaciones profesionales, sus propios grupos de autodefensa, sus entidades de recreo y ocio –para todas las edades y sexos–, sus organizaciones caritativas o de ayuda social… frente a lo mismo de los contrarios. El carlismo intentó reconquistar España, recuperar «la verdadera España», pero, mientras tanto, intentaron organizarse como una comunidad autosuficiente, proceso que, si bien se reveló imposible, no por ello resultó disonante con sus principios. No debe olvidarse que el carlismo aspiró a la recuperación idílica de un modo de vida pretérito, basado en la comunidad y en la vida rural frente al Estado y las nuevas formas de dependencia emanadas del capitalismo. Defendieron las relaciones orgánicas surgidas del medio social frente a las relaciones contractuales, el asociacionismo y el cooperativismo como pauta moral frente a la vertebración de la sociedad capitalista. Y es que el contenido religioso y tradicional del carlismo no excluyó la reivindicación del interés de clase, pues la verdadera superioridad de la jerarquía se demostraba en quien podía dirigir a su gente sin humillarla ni suscitar su rebeldía. Hasta que punto tuvieron éxito en esta estrategia será tema para otro artículo.

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